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La colocación de viviendas unas sobre otras es un fenómeno urbano del pasado siglo. No solo porque con anterioridad no existieran medios técnicos ni materiales que posibilitaran tales construcciones, que efectivamente no los había, sino como respuesta a las necesidades de espacio que demandaban las poblaciones que acudían a la ciudad en busca de trabajo. Como resultado, varias familias desarrollan sus vidas en distintas dependencias, pero formando todas un núcleo independiente: el edificio. Y dentro de él el patio de vecinos que tanto juego ha dado en la literatura, filmografía y arte en general. Y es que dentro de cada edificio hay mucho arte.

La cuestión es que en el edificio existen zonas privadas y otras comunes. Entre estas últimas, las escaleras, el hueco del ascensor y otros elementos relacionados en el artículo 396 del Código Civil (CC). Todos ellos deben regularse, igual que las relaciones entre vecinos, lo que efectivamente se hace mediante la Ley de Propiedad Horizontal (LPH). En ella se establece un sistema de derechos y deberes de los propietarios para la mejor convivencia, que no siempre se logra. Un mal vecino es una desgracia. De las grandes.

Las limitaciones que impone la LPH no sólo afectan a los propietarios, sino también a los inquilinos y otros usuarios, afirmando en este sentido el artículo 7.2 que “al propietario y al ocupante del piso o local no les está permitido desarrollar en él o en el resto del inmueble actividades prohibidas en los estatutos y resulten dañosas para la finca o que contravengan las disposiciones generales sobre actividades molestas, insalubres, nocivas, peligrosas o ilícitas”. La sanción que el incumplimiento de tal disposición lleva aparejada resulta, a mi modo de ver, de las más severas que contempla el Derecho Civil: “La privación del derecho al uso de la vivienda o local por tiempo no superior a tres años, en función de la gravedad de la infracción y de los perjuicios ocasionados a la comunidad”. Es decir, que si el propietario de un piso o local molesta a los vecinos, el juez lo puede poner en la calle por tiempo de hasta tres años. Por muy dueño que sea, incluso con la hipoteca pagada. Si el perturbador resulta ser inquilino, lo mismo da, y al respecto sigue diciendo el artículo que, “si el infractor no fuese el propietario, la sentencia podrá declarar extinguidos definitivamente todos sus derechos relativos a la vivienda o local, así como su inmediato lanzamiento”. En otras palabras, el juez da por resuelto el contrato de arrendamiento y mismamente pone al inquilino en la calle.

Pero claro, comprenderá usted que a tal resultado solo se accede por causa justificada y tras seguir un determinado procedimiento. En primer lugar, el presidente de la comunidad deberá requerir fehacientemente al infractor para que cese en su actividad. Si el requerido no atiende a razones, el presidente deberá convocar junta de propietarios para tratar el asunto y adoptar el acuerdo que proceda. Obsérvese que es la junta la que decide si las infracciones son de tal naturaleza que merecen ser llevadas a los tribunales. Y es lógico, porque en caso de perder el pleito habrá condena en costas, de forma que la comunidad deberá pagar los honorarios de abogado y procurador del demandado. Perder el juicio costará unos eurillos a todos los propietarios. Lo que siempre me ha resultado curioso es que, en caso de que el infractor sea un inquilino, la ley obliga a demandarlo tanto a éste como al propietario. Y digo yo, ¿qué culpa tiene el dueño del piso de que su inquilino haga botellón todas las noches en el piso alquilado?, o lo que es peor, ¿cómo puede el dueño impedir que el inquilino haga fiestas noche sí noche también? Sin embargo, la ley es clara: “La demanda habrá de dirigirse contra el propietario y, en su caso, contra el ocupante de la vivienda o local”. En fin, otro aspecto que estimo debería corregirse. Que pague los platos quien los rompe.

Mario Santana Letrado
abogado@mariosantana.es