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Retirada papal – Por Alfonso González Jerez

   

Cuando murió el organillero de Cracovia -como lo llamó inolvidablemente el maestro Sánchez Ferlosio- se supo inmediatamente que la pérdida era irreparable. Suponía un vano intento buscar en el Colegio Cardenalicio un atleta, actor, cantante, políglota, poeta, rapsoda y catador de chistes (blancos) en posesión de un carisma descomunal. Por lo demás era evidente que Joseph Ratzinger había conquistado la tiara en los años previos, jugando sus piezas en el feroz ajedrez del poder eclesiástico, y solo faltaba una votación casi ritual del Cónclave para ratificarlo. No sé si lo recuerdan. Bastaron 48 horas. La fumata blanca -que siempre es gris- tosiendo la noticia, la rumorosa muchedumbre aguardando en la plaza de San Pedro y el doctor Ratzinger saliendo al balcón con los brazos en alto y un indisimulable brillo de victoria en los ojos. Lo embargaba la alegría ilimitada del triunfo. Por fin la recompensa definitiva de toda una vida ascendiendo por el tétrico escalafón del Vaticano. Ya era Papa y bien le había costado. Del Papado puede decirse lo mismo que dijo Lincoln de la Presidencia de los Estados Unidos: “Uno puede llegar aquí por un conjunto de causalidades, pero no sin desearlo mucho”. En lo que respecta a la Silla de San Pedro -como es conocida la Suprema Poltrona en la Iglesia Católica Romana- al menos la segunda mitad de la frase se antoja incuestionable. Sin embargo, antes de cumplir ocho años en el poder, Ratzinger, que eligió como nombre Benedicto XVI, ha anunciado su renuncia: por primera vez desde 1415, un Papa abandona su cargo.

Sin duda existen explicaciones crédulamente religiosas para iluminar esta decisión. Los que nos abstenemos de compartirlas, sin embargo, no podemos descansar en las mismas. Ratzinger es un hombre de poder en mayor medida aun que lo fueron sus dos predecesores. Lo ha sido toda su vida sirviendo, en los últimos treinta años, directamente al gobierno temporal e intemporal del Vaticano, desde su papel de asesor en el Concilio Vaticano II hasta la presidencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe (el antiguo Santo Oficio). Burócrata cumplidor, teólogo refinado y muy leído, ejecutor despiadado de la política vaticana y la legalidad canónica, defensor a ultranza del status quo doctrinal que tiene en la institución del Papado, precisamente, su principal corazón dogmático y apologético. Ratzinger no ha sido, no ha podido ni querido ser, un espectáculo andante, como Juan Pablo II, transformado en mercancía simbólica a través de los medios de comunicación de masas, pero coincide con él en lo principal. Tras el parcialmente fallido intento de aggiornamiento del Concilio Vaticano II y las dudas hamletianas sobre la apertura al mundo secular de Pablo VI, lo que debe hacer la Iglesia Católica es replegarse en su tradición dogmática y evangélica. Un integrismo edulcorado con gestos modernoides y concesiones que nunca se admiten como tales y que pivota sobre la idea (o la resignación) del “pequeño rebaño”: es aceptable perder fieles con tal de quedarse con una tropa de prietas filas, fidelidad cotidiana y obediencia irrestricta.

Benedicto XVI ejerció como presidente del Santo Oficio sin que le temblara jamás la mano. Mientras trataba con simpatía a movimientos integristas condenaba la teología de la liberación o perseguía a su antiguo amigo Hans Küng, entre otros teólogos independientes. Y lo que es peor: prohibía, encubría o, en el mejor de los casos, se abstenía de investigar los abusos sexuales de menores por sacerdotes católicos, lo que motivó una demanda ante la Corte Penal Internacional de la Haya en la que se le acusaba, junto a los cardenales Tarsicio Bertone y Angelo Solano, de “haber tolerado y hecho posible el camuflaje sistemático y extenso de agresiones y crímenes sexuales contra niños en el mundo entero”.

Ciertamente Ratzinger, durante su Pontificado, tuteló, impulsó y animó varias investigaciones contra sacerdotes pederastas. Modificó normas y reglamentos. Retiró y envió a un monasterio al sacerdote mexicano fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, un envilecido miserable que acumuló una fortuna multimillonaria y practicó la pederastia durante décadas entre niños y seminaristas. Pero ni le impidió hacerlo durante muchos años ni, por supuesto, lo denunció ante los tribunales de justicia mexicanos.

Benedicto XVI conoce perfectamente la hirviente podredumbre de la jerarquía vaticana. Ha sido su medio profesional durante media vida. Parece muy poco verosímil que se encuentre sin fuerzas para gobernarla técnicamente, pese a sus graves achaques y sus 85 años. Lo que hipotéticamente no puede ya gobernar, aislar o fragmentar es a la jauría de ambiciones, presiones, complots, persecuciones, trampas y zancadillas que configuran la textura política y moral de la Ciudad del Vaticano, y ha preferido optar por retirarse antes de ser despezado y convertido en un fantoche que apenas decida, a la hora de acostarse, entre rezar tres avemarías o un credo.