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la punta del viento > Agustín M. González

No fui mal criado – Por Agustín M. González

   

Mi compañero José Luis Cámara, redactor de Sociedad del DIARIO, hizo días atrás una interesante entrevista al magistrado-juez de Menores de Granada Emilio Calatayud. Entre otras cosas, dijo el juez Calatayud que “en este país hemos confundido dar un cachete a un hijo con el maltrato”, y agregó que “los chavales han hecho abuso de sus derechos y dejación de sus deberes”. Me dieron mucho que pensar las reflexiones del magistrado. Cuántas veces hemos oído la frase “un cachetón a tiempo…”. Está claro que la labor de los padres nunca ha sido fácil, pero tengo la impresión de que en esta sociedad actual y en este momento que vivimos -y sufrimos-, marcado por las profundas crisis económica y de valores, es aún más complicado el papel de los progenitores. En la mayoría de los casos ambos trabajamos y no podemos prestar la atención y el tiempo necesarios a nuestros hijos. El resultado es inevitable: muchos salen mal criados.

O sea, criados mal. A mí nunca mis padres me pusieron la mano encima, aparte de que fui un guanajillo tranquilón, porque tuve la suerte de nacer en una familia con un sentido muy interiorizado de respeto hacia los mayores. A mi madre no le hacía falta levantarme la mano para reprenderme: me miraba seria y de reojo -de una forma muy peculiar y atemorizadora-, y me ponía firme como una vela. Hoy nos reímos mi hermana y yo cuando lo recordamos… Una vez mi padre me dio una lección que nunca olvidaré. Apenas tenía unos siete años.

Fuimos como de costumbre a uno de los carritos de la plaza del Charco para comprar cromos de futbolistas. Mi padre pidió diez sobres y me los dio mientras pagaba. Entonces se me ocurrió guardar uno en el bolsillo disimuladamente y decirle al dueño del carrito que faltaba un sobre. El vendedor me dio otro de inmediato y nos fuimos. De camino al coche le confesé a mi padre, con una sonrisa pícara dibujada en la cara, que había engañado al kiosquero. Mi padre me paró en seco. Se detuvo frente a mí, muy serio, visiblemente disgustado, y me ordenó que regresara hasta el kiosco y devolviera los cromos “robados”. Me dolió más que el más fuerte de los cachetones. Aprendí la lección. Nunca más.