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luces y sombras>

Eco – Por Pedro H. Murillo

   

uando me tocó, después de más de cuatro horas de espera, la doctora era increíblemente joven y amable. Me tumbé en la camilla mientras manipulaba el ecógrafo con pericia experta. Su rostro reflejaba esa fisonomía andrógina que da la mezcla de estrés y euforia. Mientras en la pantalla las tonalidades de grises se sucedían, pensé en lo alejado que se encontraba esa doctora de, por ejemplo, el ministro de Economía o el presidente del Gobierno de nuestra comunidad. Pensé que, tal vez, no sería descabellado que los destinos del Gobierno fueran administrados: localizar el síntoma y aplicar el remedio. Algo parecido apuntaba Platón en su alabanza de los científicos cuando recomendaba el gobierno de su República a los físicos, lo que hoy reconoceríamos como filósofos. Mientras relegaba al exilio de su gobierno ideal a las prostitutas y los poetas. Tal vez, el gobierno de una república de las letras sería un caos pero nos reiríamos infinitamente más que en este especie de circo de lamentos y payasos tristes. Mientras retenía el aire en mis pulmones, para ayudar a la máquina en su trabajo de prospección, reparé en la injusticia indiscriminada que imparten los usuarios con el personal sanitario. Los políticos no están ahí, cuando tras cuatro o seis horas de espera la prueba se retrasa o incluso se aplaza por falta de personal. La doctora me dice que en urgencias no dan para más y se hace lo que se puede, que están a tope de patologías inéditas que antes no se daban con tanta frecuencia. Me cuenta que, más allá de los números, la población está envejeciendo y esos ancianos, muchos de ellos crónicos, permanecen en los hospitales porque no tienen otro lugar al que dirigirse y porque sus familiares, lejos de “abandonarlos”, se encuentran inmersos en la desesperación de no tener ningún tipo de ayuda. Vuelvo a observarla y pienso en todas las horas de estudio y exámenes que ha tenido que padecer y en la suerte que tiene de ejercer en este desértico país pero también me viene la imagen del director de la RTVC y las cuentas no me salen. Prefiero no decirle lo que cobra para no ofenderla y se le vaya la mano con el ecógrafo que, a ratos, hace un ruidito robótico. Es curioso pero las imágenes se asemejan a las obras de Bill Viola. Son intrigantes y difusas. Una infinita sucesión de tonalidades de gris que se van disipando emergiendo figuras y rostros. En este caso son vísceras que, afortunadamente, están en su sitio. Hay otros 20 esperando, por lo que me saluda con agilidad pero sin ahorrar en cortesía. Me pregunto qué imagen obtendríamos si pudiéramos hacer una ecografía a nuestras Islas y viene a mi mente El Grito de Munch. Entre el lienzo gris, hay algo que se mueve de forma intermitente. Es mi corazón latiendo con sencilla alegría.