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Adolfo Suárez – Por Juan Julio Fernández

   

Conocí a Adolfo Suárez a principios de 1953, en el Colegio Mayor de Madrid donde coincidí también con Rodolfo Martín Villa, a la sazón Jefe Nacional del SEU. Con los dos mantuve una buena relación y volví a coincidir con ellos en 1979 en el Congreso de Diputados. Con Suárez la había reanudado antes, al visitarle en la Moncloa, él ya presidente del primer Gobierno democrático elegido en junio de 1977, y yo secretario provincial de UCD en Santa Cruz de Tenerife. De los dos guardo magníficos recuerdos: de Rodolfo como un incansable estudioso y gran trabajador y de Adolfo con un peculiar encanto personal, dotes de gran comunicador y una extraordinaria capacidad para relacionarse con los demás. En mi primera visita a la Moncloa cuando como secretario provincial de UCD, de la que José Miguel Galván Bello era presidente, tuve ocasión de preguntarle por las emisiones, desde Argel, de Antonio Cubillo, mentor y dirigente del movimiento independentista MPAIAC, considerado el inductor de la colocación de la bomba en el Aeropuerto de Gando que provocó el desvío de los dos aviones que el 27 de marzo de 1977 chocaron en Los Rodeos, provocando la mayor catástrofe aérea conocida hasta el momento, saldada con cerca de 600 muertos, y me explicó algo de lo que podía explicarse en aquellos momentos acerca de la tensión mundial entre Rusia y EE.UU., en las que la primera buscaba un pasillo aéreo para comunicarse con Cuba, pasando por Argel y sobrevolando el Sahara español, que intentaba controlar el Frente Polisario.

Ahora que Adolfo, a quien la vida castigó con dureza y en la que, al final, el alzhéimer le obligó a un apartamiento de la desazón política y del dolor familiar, aliviado con el arropamiento de los hijos que pudieron y supieron estar a su lado, cuando se multiplican los actos de reconocimiento a un comportamiento cívico ejemplar, con un sentido del Estado manifiestamente positivo y de innegable servicio al bien común por encima de banderías y de sectarismos, que reconocen incluso, aunque como siempre tarde, sus adversarios y detractores, me siento obligado a añadir el mío al de tantos y tantos por sus trayectorias personal y política, cuya grandeza quedó condensada en las palabras con las que se despidió como presidente del Gobierno de todos los españoles: “No quiero que el sistema democrático de convivencia sea una vez más un paréntesis en la historia de España”. Supe, por él mismo, comiendo en el Puerto de la Cruz, lo que le supuso tomar la decisión de legalizar el Partido Comunista y como decidió hacerlo, después de intensas y prolongadas negociaciones con Santiago Carrillo, un Sábado Santo, con cierta dispersión de los todavía poderes fácticos fuera de Madrid y como, solo, en el seiscientos de su mujer Amparo, se fue a Vallecas, a Cuatro Caminos y a otros puntos supuestamente conflictivos de la capital y como, cuando comprobó que la tranquilidad era total, enfocó la avenida Reina Victoria para volver a la Moncloa, hasta que en el cruce con Bravo Murillo pudo observar cómo cuatro policías, de los desplegados por toda la ciudad para intentar prevenir cualquier incidente, jugaban al mus en la trasera del jeep que tenían asignado, lo que supuso que, sin poder contenerse, diera la vuelta, se bajara del coche y, dejándoles estupefactos con su aparición, les conminara a que, si seguían jugando, al menos uno se quedara fuera y se mantuviera alerta, vigilando el entorno.
Y hay que reconocer que esa valentía, demostrada aquel Sábado Santo, afloró de nuevo cuando se enfrentó a Tejero el 23 de febrero de l981, en el asalto al Congreso de los Diputados, en el que yo, como diputado, fui uno de los rehenes del golpista.

Por Federico Mayor, a la sazón subdirector general de la UNESCO, supe que cenando en París con Henry Kissinger fue testigo de cómo el Secretario de Estado estadounidense recibió, de un ayudante, un telegrama que venía a decir “Suárez sobra en Madrid”, que reflejaba el malestar norteamericano por las que consideraban veleidades del presidente del Gobierno español al visitar a Fidel Castro en La Habana y, poco después, recibir a Yasser Arafat en Madrid, posicionamientos que hubo quien los relacionó con presiones para sustituirle en la Moncloa, en donde acabó sucediéndole Leopoldo Calvo-Sotelo, quien aceleró los trámites para la entrada de España en la OTAN.

Después de su dimisión hubo un reajuste de escaños en el Congreso y Adolfo, ya expresidente, fue a sentarse en la segunda fila de la bancada central y yo en el escaño contiguo al suyo, el momento en que estuve, físicamente, más cercano al banco azul. Se notaba que estaba desilusionado y no era fácil entablar conversación, pero al final fue posible cuando haciendo honor a su condición de fumador de puros -entonces no sólo estaba permitido sino que se fumaba en demasía en la Cámara- le pregunté si el que fumaba era un Cohiba, cosa que me confirmó, explicándome que había sido un regalo de Fidel y ofreciéndome uno. Yo, que entonces también fumaba algún que otro puro, le dije que mis preferidos eran los de La Palma, a lo que me comentó que los conocía pero que prefería los cubanos. Yo acepté su ofrecimiento y encendí el mío y confieso que me fui a un escaño de los más altos porque se me apagaba continuamente y acabé mintiéndole cuando me preguntó si me había gustado.

Al día siguiente le llevé uno de los míos y, deferentemente, lo cogió, lo encendió y empezó a fumarlo y quemaba tan bien, manteniendo su corona de ceniza blanca, que opté por volver a retirarme y desde el mismo escaño, en una de esas interminables y hasta tediosas peroratas de alguien, leyendo en la tribuna, empecé a notar su deleite. Cuando terminó, volví a sentarme a su lado y le pregunté por el puro, a lo que me contestó que no le pareció malo, pero a los pocos minutos me dijo: “¿No tendrás otro purito de La Palma?”. No lo tenía, pero prometí llevárselo. Así lo hice y no uno, sino una caja, con anillas de “Especiales para Adolfo Suárez” que, más que encantado al conocer la anécdota, me preparó -y regaló- Enrique Vargas, quien, como otros paisanos, era un maestro en el arte de fabricar puros de más que probada calidad.

Podría seguir añadiendo más comentarios sobre un personaje para mí, como para tantos españoles, inolvidable y que ha entrado en el libro de la Historia sin necesidad de la perspectiva de que se exige a otros personajes, al generar un significativo consenso en el reconocimiento de sus méritos, que se consideran incuestionables.¡Descanse en paz!