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¡Sácanos de Atapuerca! – Por Juan Julio Fernández

   

He tenido ocasión de ver en Madrid en los Teatros del Canal hace muy pocos días, una representación de la obra de Albert Boadella Ensayando Don Juan que me mueve a escribir estas líneas. Y empezaré diciendo que considero al autor uno de los grandes innovadores de nuestra escena y que lo admiro porque tanto en las actuaciones de sus compañías de teatro, como en sus libros y artículos deja constancia de la sentencia de George Orwell, para mi paradigmática, de que “en una época de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario”.

Boadella, de vuelta de muchas cosas, se cuestiona la deriva de la sociedad española, supuestamente democrática, hacia un todo vale en la que la zafiedad, la pérdida de las tenidas como buenas maneras y la agresividad que a menudo termina en insultos, está minando los términos de una civilizada convivencia y para ello recurre a una revisión del mito de Don Juan que, apoyado en los versos bien sonantes de Zorrilla, ha venido siendo aceptado con una sonrisa cómplice en los hombres y una supuesta admiración en las mujeres, en una organización social que, sin paliativos, ha sido manifiestamente machista.

A la obra, que dura dos horas prácticamente sin interrupciones, en mi profana opinión, le sobran treinta minutos intermedios y se apoya, no sólo en la perspicacia del autor, sino en un cuadro de actores entre los que sobresalen Arturo Fernández -incombustible y bien plantado a sus 84 años- y Mona Martínez en su papel de directora de escena para actualizar una obra que, con un ropaje romántico, encubre “los perversos y prepotentes objetivos machistas que ella atribuye al Don Juan” y que, en aras de una supuesta modernidad, trata de eliminar.

En el ensayo de esta obra -teatro dentro del teatro-, a Arturo Fernández se le encomienda el papel de Don Gonzalo, el Comendador, con un estilo que ni disfraza ni esconde y que no transige con la modernidad que la directora pretende rompiendo -con las vestimentas, las actitudes, los gestos y las propias palabras-, con un buen gusto que no tiene por qué supeditarse a un todo vale que pretende apoyarse más en lo feo que en lo bello.

El Comendador, Fernando en la versión de Boadella, Arturo en genio y figura, con elegancia física y espiritual va introduciendo como quien no quiere la cosa estilo y buenas maneras en una delirante y zafia sobreactuación que, poco a poco, van haciendo mella, sobre todo en Blanca (doña Inés) y en la propia Angélica, que a toda costa quiere que la llamen Angie, por entenderlo más á la page.

El punto de inflexión entre un planteamiento, el de Angie, no falto de sensatez pero desbordado con estridencias, y la reacción, mesurada, de Fernando, se produce, en mi opinión, cuando Arturo Fernández, que como morcillas va colocando algunos de los versos de Zorrilla en medio de tanta chabacanería, clama mirando al cielo, ¡Señor, sácanos de Atapuerca! porque por este camino estamos volviendo a la tribu, al pleistoceno, y reduciéndolo todo, en última instancia a un animal y salvaje apareamiento.

Y cabe suponer, como se reconoce en el programa de mano, “los valores caducos, como suele suceder, adquieren con el paso del tiempo una pátina novedosa y singular que les infunde un nuevo y poderoso atractivo”. Progresar no es romper, sin más y porque sí, con la tradición y el pasado.