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El carnaval de los curas – Por Carmelo J. Pérez Hernández

   

Ha terminado la Semana Santa, que son esos días con vocación de electroshock, diseñados para devolver la vida a cada una de las células de este cuerpo trémulo que es la Iglesia. Durante la Semana Grande, hasta el más humilde rincón de culto de nuestra Diócesis ha aspirado a ser catedral, revistiéndose de sus mejores galas para poner en escena la más cuidada liturgia de todo el año. Hemos sacado hasta de donde no hay con tal de cumplir el encargo de conmemorar con dignidad la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

Esto es un acierto de la Iglesia católica, que siempre ha recorrido los mismos caminos que la belleza para mostrar quién es Dios. Y que se ha aliado con la serena sobriedad de los mejores materiales y los más cuidados diseños para mostrar la sabiduría de su Señor. En realidad, los excesos criticables han sido tumores en este fructífero maridaje entro lo grande y el único grande. Lo mismo que han sido enfermizos los intentos de desvincular el culto de un lugar o de unos ritos. Los hombres buscamos la belleza y vestimos de ceremonia hasta los actos cotidianos.
Lo malo viene después, cuando, apagados los ecos del domingo sin ocaso, se desinfla nuestra ilusión por hacer juntos la Iglesia. No nos gusta que llamen a nuestros días grandes “el carnaval de los curas” (y de muchísimos seglares, añadiría yo si dudarlo).

Pero a veces, es como si nos lo mereciéramos. Hacemos méritos para que así sea cuando damos a entender al mundo que tras la bella parafernalia de muerte y vida no hay un alma que suspira por la verdad, sino el solo deseo de exhibir.

Ahora es la Pascua y es cuando ha de notarse que somos mucho más que apariencia, que nuestra emoción contenida y desbordada en tardes de pasión y muerte no han sido un arrebato histriónico, sino una encarnación. Carne nos hemos hecho nosotros con el que eligió nuestra carne para dar completo sentido a la aventura de vivir.
Y resurrección somos ahora: optimismo meditado, futuro en estado de buena esperanza. Enfermedad contagiosa somos ahora, incapaces de no compartir lo que hemos visto y oído, lo que hemos experimentado en Semana Santa.

Queremos que nos respeten. Démonos a respetar, que diría mi madre. Asumamos el riesgo de ser lo que hemos procesionado y de aspirar a ser lo que hemos pregonado. De lo contrario, no echaré yo en cara nada a quienes nos tilden de “puro teatro”. “No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado”: ésa es la meta de tanta belleza que ponemos por obra cada año. Ése es el único gozo de la Iglesia, que cada uno de sus hijos busquemos el rostro de Dios y hagamos santa cada semana. “Señor mío y Dios mío”: llegar a experimentarlo es lo que nos impulsa cada día.
Exhibiciones, las justas.

@karmelojph