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Ningún pájaro vuela demasiado alto – Por Tomás Cano

   

Solo tenía 27 años cuando lo conocí, en un pequeño bar cerca del aeropuerto, pilotaba un avión carguero, en concreto un DC7 del fabricante McDonell Douglas. Solo recuerdo su apellido, Ávila. Es todo cuanto se y a pesar de todo marcó mi vida. Nuestros encuentros fueron breves en el tiempo, pero esa relación ha perdurado en mí todos estos años. Era un hombre bajo, su cara estaba marcada de arrugas, serio, poco propenso a la sonrisa. Ocasionalmente podías atisbar su diminuta sonrisa al levantar su labio superior. Yo acababa de ser testigo presencial de un grave accidente de avión. La aeronave se había estrellado en las altas montañas que marcaban la frontera del comienzo de la altiplanicie en la que estaba situado el aeropuerto. Mi estado de ánimo era francamente malo. No podía dormir, y tampoco comer, y menos carne; no soportaba el olor a barbacoa.

Mi conversación era un puro monólogo sobre lo que había visto y lo que hice ante esa terrible situación. El encajaba mi soliloquio bebiendo un vaso de vino y me miraba, hasta que llegado un momento me dijo: “El sosiego de los que se fueron antes, no calma el desasosiego de los que les seguirán. Siéntete orgulloso de cada cicatriz en tu corazón. Algún día lo entenderás, porque llegarás a ser un hombre que momentáneamente tocarás las estrellas, pero será breve. Aprenderás a ver que las águilas vienen de todos los tamaños, pero llegarás a reconocerlas por sus actitudes”. “Solo alcanzarás a entender esto cuando dejes este mundo. No temas, lo harás por uno más grande”. Yo le escuchaba con atención. El camarero apareció para retirarle la jarra de vino pues estaba tomando el postre. Él le sujetó la mano y le dijo: “Yo tomo vino con el postre también”. Le escuchaba con atención, porque aquello que me decía tenía un sentido confuso para mí. Solo tenía sentido la aviación. Era lo que yo amaba, quería vivir y morir en él. Todo lo que he hecho en mi vida, ahora que puedo echar la vista atrás, ha sido amar profundamente mi profesión. Recuerdo que una de sus respuestas a ese amor apasionado fue: “Da gracias todos los días por lo que haces, lo que tienes. La gratitud es una vacuna que contiene antioxidante y antiséptico”. Un día se despidió de mí, diciéndome que tenía un vuelo a una cuadrícula en el desierto del Sahara. Jamás lo volví a ver. Nunca llegué a saber si le había pasado algo; no tuve forma humana de localizarle. Hoy después de tantos años y de todas las vicisitudes que he tenido que pasar, solo me queda la esperanza, algo que, sin yo darme cuenta, me dejó él, porque la esperanza es la única abeja que hace miel sin flores.