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Tango romeo – Por Tomás Cano

   

Todas las mañanas me acercaba hasta el pequeño aeródromo situado a escasos kilómetros de la capital, pero esa mañana tenía algo de especial y no podría decir por qué. Dejé mi coche en el pequeño aparcamiento que había justo al lado del hangar. Todos los aviones que había se guardaban en ese hangar hasta que el jefe de pilotos mandaba sacarlos a la pista de estacionamiento y a cada alumno se le asignaba un profesor, y lógicamente el avión en que iba a pilotar ese día, todo se convertía en un ir y venir de personas, mecánicos, profesores y alumnos. Dentro del hangar había una vieja mesa con varias sillas de madera en una de las cuales yo me sentaba tranquilamente y me consideraba un espectador de excepción viendo cuánto sucedía a mí alrededor.

Los aviones empezaron a producir un ruido ensordecedor, ya que paulatinamente sus pilotos iban poniendo los motores en marcha. Era una especie de precalentamiento. De repente, los profesores subían a bordo y después de abrocharse los cinturones, cada una de esas aeronaves se iba dirigiendo a la pista de vuelo para poder despegar, lo que hacían uno detrás de otro con un gran orden como si alguien fuera dirigiéndolos desde algún lugar recóndito. Todos escogían la misma pista, antes de salir del aparcamiento todos miraban hacia arriba de una forma mecánica por encima del hangar.

De repente alguna de aquellas aeronaves empezaron a aterrizar y volver a despegar sin pausa, uno tras otro, era como los viejos espectáculos que se hacían en EE.UU. en esas exhibiciones que uno solía ver en el cine. Todos se aproximaban con unas maniobras casi perfectas y regresaban de nuevo a su medio que era el cielo. De pronto se me acercó un hombre que me despertó por un momento de aquel mundo fascinante en el cual yo estaba sumido. Era una persona de gran estatura con unos modales de militar y facciones serias, pero que despertaron mi interés cuando me preguntó qué hacía en aquel lugar, si era piloto o estudiante, a lo que contesté que no, que simplemente sentía fascinación por lo que estaba viendo, y procuraba verlo siempre que mi trabajo me lo permitía.

“¿Le gusta la aviación?”. “¡No sabría qué responderle señor!”, dije con toda humildad y con cierto temor ya que era un polizonte allí dentro. “¿Cómo te llamas?”. Su rostro fue haciéndose cada vez más agradable y empezaba a esbozar una sonrisa, le contesté cómo me llamaba y que lo que me traía muchos días a aquel lugar era esa fascinación hacia ese mundo que había descubierto cuando tenía doce años. “¿Quieres ser piloto?”. “¡Claro!”, le contesté sin vacilar, “pero no tengo dinero suficiente para hacer el curso”. De nuevo esbozó una sonrisa y me dijo: “Realmente debe gustarte mucho, ya que hace meses que te veo venir con asiduidad por aquí”. De repente me dijo: “¿Te gustaría probarlo?”. Yo lo miré con una cara que creo le demostró mi entusiasmo con la idea, pero de nuevo le repetí que no podía permitírmelo, el hombre se quedó pensativo durante un tiempo y me espetó: “Espera un momento, voy a ver si hay algún instructor libre ahora, yo le interrumpí y le dije, francamente no quiero causarle problemas, no sea que venga el gran jefe y estemos en un aprieto los dos y en especial usted”. Nuevamente me sonrió y me dijo: “Yo soy el jefe, soy el Coronel Amaro, y el jefe de esta base. Deja que te haga una prueba y luego seguiremos hablando ¿Te parece bien?”. A lo que asentí con la cabeza porque se me habían acabado las palabras por la emoción de lo que aquella persona a la que no conocía me estaba proponiendo.

Desapareció de mi vista y se fue en dirección a una pequeña oficina que había en el interior de aquel enorme hangar donde por cierto todavía dormían algunos aviones. De repente, percibí cierto movimiento de los mecánicos y empezaron a mover un avión hacia la plataforma de aparcamiento, y sacaron un avión modelo I-111, una aeronave de escuela que llevaba pintada las letras en su cola EC-BTR. De nuevo apareció el coronel que en esta ocasión iba acompañado de otra persona a la cual me presentó diciéndome: “Este es el capitán Blasco, es el jefe de instructores y vas a hacer un vuelo de prueba con él”. Percibí que no sentía mis piernas y notaba que mi corazón me golpeaba fuertemente en la garganta. El capitán Blasco no esbozó sonrisa alguna simplemente me indicó con la mano “vamos súbete al Tango Romeo” y, francamente, debo decir que me costó seguirle porque, como ya he dicho antes, me costaba mover mis piernas. Subí al avión y me senté a la izquierda y él utilizó el asiento de mi derecha. Empezó de una manera mecánica pero con gran orden a indicarme cómo había que ponerlo en marcha. Un mecánico se acercó por delante nuestro y le gritó a mi inesperado profesor: “¡Calzos puestos!” y empezó manualmente a dar vueltas a la hélice en sentido contrario a las agujas del reloj. Luego gritando de nuevo dijo: “¡Magnetos en On!”, y empujó la hélice en el sentido opuesto a como lo había hecho antes. El motor arrancó con ciertos estertores y la hélice empezó a girar. Durante unos minutos estuvimos parados con el motor en marcha, hasta que de pronto el capitán grito de nuevo “¡Calzos fuera!”. El mecánico obedeció y cuando se hubo retirado del alcance de nuestro avión, empezamos a movernos suavemente por la pista de hierba hasta la cabecera para despegar. Mi acompañante me indicó que fuera moviendo la palanca de potencia del motor suavemente. Esto debe ser todo muy suave y debes mantener el avión centrado con la línea blanca que tienes en medio de la pista. Hice lo que él me dijo: fui dando potencia a aquel pequeño avión y me gritó: “Cuando alcances los 70 kilómetros, tira suavemente de la palanca que tienes frente a ti y deja que el avión alcance velocidad suficiente para volar, no quieras subir de golpe hazlo nuevamente de forma suave”. El avión empezaba a correr por aquella pista y cuando alcancé la velocidad queme dijo tiré muy suavemente la palanca, de pronto, sin poder creerlo estaba en el aire. El avión ascendió rápido pero de forma paulatina y lógicamente él me ayudaba a conseguirlo, recuerda, me dijo, que el avión está hecho para volar y recuerda siempre que los aviones no se caen los tiran.

El espectáculo era maravilloso, de repente mis piernas tenían movilidad y me sentí como un niño feliz. Aquel instante decisivo marcó para siempre mi vida, me sentí distinto eufórico y tuve tiempo de admirar aquel cielo azul de aquel hermoso día mucho más de cerca. Ese es el recuerdo que todavía hoy perdura en mis pupilas y me juré a mí mismo no abandonar jamás ese mundo donde pude conocer a toda clase de pilotos incluso aquellos que eran poetas o escritores. Ese es un mundo que cuando te acoge en su seno no puedes abandonarlo jamás.