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Dignidad versus orgullo – Por Claudio Andrada

   

Desde siempre he considerado que el orgullo es un elemento moldeable y con bandas elásticas en sus extremos, de tal manera que cualquiera puede estirarlas o contraerlas dependiendo de la situación en que se encuentre y la valoración de los riesgos que él mismo defina. Esto es, el orgullo es prescindible, porque solo define unas costumbres, habitualmente sociales y culturales. Lo que para una cultura es un orgullo, para otra puede ser una maldición. Hasta aquí, todo parece razonablemente lícito, siempre que se cumplan los derechos humanos. Y ahí, precisamente ahí, es donde entran las cuestiones y razones que tienen que ver con la dignidad, aquella parte de cada ser humano que no es prescindible porque constituye su auténtica médula espinal, elementos ideológicos y físicos que hacen de cada uno de nosotros un ser humano con los mismos derechos que cualquier otro ser humano, viva donde viva. Cuarenta ciudades de todo el llamado Estado español se manifestaron el pasado sábado en las llamadas Marchas por la Dignidad.

Exactamente por eso. Precisamente por eso. Porque la dignidad no se puede perder y porque sin dignidad perdemos todas las posibilidades que debe facilitar un estado de derecho. Sin un trabajo, sin recursos mínimos para vivir, no tenemos dignidad. Sin salarios justos, haciendo más horas que un reloj con contratos basura de media jornada o por horas, no tenemos dignidad. Sin un techo que garantice a nuestras familias un cobijo, no tenemos dignidad. Con recortes que hacen cada vez más difícil acceder a una educación, sanidad y cultura públicas, no tenemos dignidad. Si debemos rebajar nuestros derechos sociales conquistados con muchísimos esfuerzos por nuestros padres y abuelos, no tenemos dignidad. Si las leyes siempre funcionan contra el pobre y garantizan el poder y la impunidad de los ricos, no tenemos dignidad. Si vemos que nos roban a mansalva los mínimos derechos y la necesidad toca a la puerta, aunque sea a la del vecino, no tenemos dignidad. Si vemos el hambre en los rostros de los más pequeños y comprobamos que aumenta la pobreza infantil hasta el 25% en todo el Estado, no tenemos dignidad. Si las universidades vuelven a ser solo para los más pudientes y los hijos de las familias más frágiles se alejan cada vez más de un futuro que ellos mismos elijan, no tenemos dignidad. Pero lo más grave: si vemos que todo esto pasa y no levantamos la voz y nos ponemos a trabajar porque cambie el negro futuro que se barrunta, definitivamente, no tenemos dignidad.

claudioandrada1959@gmail.com