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Populismo – Por Juan Julio Fernández

   

Enfilamos, por fin, este 2015, dejando atrás un calendario que por el reparto de los días festivos en la semana han convertido esta Navidad en un acueducto en el que los españoles nos hemos refugiado con ánimo de olvidar penurias y recortes, por más que los signos de recuperación económica y los índices de crecimiento sean más de la macro -los bancos- que de la microeconomía -los ciudadanos-. Y puede que este cambio de talante tenga bastante que ver con las sensaciones de cansancio y desengaño en que se ha ido disolviendo la ilusión con que recibimos a la democracia hace cuarenta años.

Pero a pesar de este desvanecimiento, tenemos que reconocer que no ha sido menor la transformación del país en estos años, lo que nos obliga a valorar lo conseguido, a fijarnos en lo que tenemos y que echaríamos de menos si lo perdiéramos, a sentirnos orgullosos de lo que hemos conseguido pacíficamente juntos, a tratar de resolver los problemas que sin duda tenemos y a suplir las carencias que todavía encontramos.
La mayor carencia es la falta de una conciencia nacional sostenida, sin continuas revisiones, fruto más de ocurrencias que de reflexiones sobre el que tendría que ser un marco estable de convivencia en el que la justicia social, las oportunidades, el reconocimiento de la excelencia y la obligación de escuchar al otro fueran consecuencia del rearme moral de la sociedad civil más que de la acción de los partidos, que en su actual estructura han ido secuestrando poder y dejando al margen a la ciudadanía, que parece conformarse con la comparecencia periódica en las urnas. Una sociedad civil, consciente no sólo de sus derechos sino de sus deberes y que tendría que preguntarse, en línea con el pensamiento de Julián Marías, no por lo que puede pasar, sino por lo que tiene que hacer. Una obligación, también, de los políticos con inquietudes, independientes y no serviles y, por supuesto, de los intelectuales libres, para conseguir lo que en 1967, cuando el Régimen totalizaba la actividad política, Antonio Fontán, en el diario Madrid, propugnara jugándose el tipo: “La libre y abierta discusión, la búsqueda de la verdad y el bien por todos los caminos, el derecho a equivocarse y el derecho natural a disentir sin más límites que el respeto a las libertades y a la dignidad personal de los otros, son la base moral de una sociedad moderna”.

En estos casi cuarenta años de democracia, los partidos políticos españoles han derivado, internamente, a la dedocracia, ignorando la democracia, lo que ha supuesto que, al arreciarse los problemas económicos con la crisis, hayan irrumpido opciones que hacen bandera del adanismo, del volver a empezar de cero, como si nada de lo conseguido con el esfuerzo de otros sea válido y hablan de sacar a España de Europa, de no pagar la deuda, de recortar derechos y libertades fundamentales, de acabar -ocultándolo- con el Estado de Bienestar al prodigar prestaciones y dar prevalencia a los derechos antes que a los deberes. Y esto, lo aceptemos o lo neguemos, no es otra cosa que populismo, o sea, como, puntualiza Michael Ignatieff, “dar soluciones falsas a problemas reales”.

Por este camino, cuando llegue la hora de la verdad, podrá aumentar la decepción de los ciudadanos, más propicios a escuchar lo que quieren oír e inclinados, muchos de buena fe, a valorar la descalificación antes que a reconocer del adversario, a la puja electoralista por los votos que al debate razonado para acertar. Y esto, objetivamente, no favorece a la democracia liberal y moderna que nos demanda el siglo XXI.