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Marta del Castillo > Luis Ortega

Con su habitual agudeza y oportunidad, Miguel Angel Aguilar bautizó como doctrina Cascos a los procesos judiciales y a las sentencias que no coincidieran con los juicios previos o paralelos de la gente y la prensa adicta. Tan sorprendente criterio lo manifestó en torno a los casos del Gal y de la corrupción de los cargos públicos del partido de enfrente, entonces en el poder; del suyo, entonces en la oposición no opinó. Era, y la perspectiva temporal lo confirma, un aviso para los jueces que, en cierta medida el tercer poder del estado entendió e, incluso, asumió. Ahora, y debo pedir perdón previo, siento emociones encontradas que por la vía radical se acercan a las teotrías de serrucho y lija del actual presidente del Principado de Asturias, cuando el tribunal sevillano limitó la sentencia al homicida convicto de Marta del Castillo, asesinada por Miguel Carcaño el 24 de enero de 2009, cuando contaba diecisiete años; y en una decisión que siembra estupor, miedo y alarma social exculpó y dejó en libertad a los cómplices y presuntos colaboradores del encubrimiento del crimen y el criminal y de la desaparición del cadáver. La búsqueda infructuosa de los restos de la joven en el río y en amplias áreas de la periferia hispalense se realizó, naturalmente, con medios y dinero público. Me sumo a la ira general y reitero que la reforma de la justicia es una de las grandes asignaturas pendientes de esta sociedad que, hace poco, nadó en el bienestar y ahora bracea desesperada en la supervivencia. Estas injustas paradojas recuerdan lo barato que resulta matar, la indefensión de las víctimas y el valor de un peine en manos de un juez que ganó su cargo por oposición. Ante un bochorno de este calado, recordamos las palabras de un tribuno tinerfeño que, en sede parlamentaria y en referencia al ministro de la cosa, recordó que “primero era la justicia y después la gracia”.No se trata de reivindicar maximalismos demagógicos, como el cumplimiento íntegro de las penas ”, ni de restaurar la Ley del Talión; las reglas penitenciarias de los países civilizados tienen el fin último de la redención; ese propósito es tan loable como que los delincuentes se vayan de rositas y la condición de la justicia española, la que nos toca, se retrata con esta sentencia y con el epílogo de dos casos con nombre propio (Garzón y Urdangarín). La suma de los tres episodios nos enseñará perfectamente qué terreno que pisamos, porque en el campo de las togas disieto del aforismo pérfido que dice que cada pueblo tiene lo que se merece. Nada de eso, señorías.