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Regreso a Tahrir > Rafael Alonso Solís

Un año después del aullido de libertad que los egipcios dieron en la plaza Tahrir, la realidad muestra un parlamento plagado de barbas y medallas, con el hedor a testosterona resabiada impregnando las maderas nobles traídas del Nilo. En medio del foro testicular, clerical y castrense, diez mujeres aisladas parecen sonreír con la timidez de la esclava consentida, la geisha a la que han permitido tomar el té con los varones de la casa, a la espera de que uno de ellos decida someter su cuerpo o su pensamiento por la fuerza del músculo o el grito. Solo un año después de una esperanza que nació en primavera, Egipto parece una casa hollada por la sotana y la casaca, usurpada por militares e islamistas, un patio castrense en el que miles de corazones más vivos que muertos contemplan con dolor la inutilidad de su gesto. La ignominia de un pueblo humillado por la corrupción, malversado y virtualmente violado por la política de Mubarak, se ha visto sustituida por un pacto clásico, el de la iglesia y la milicia, el credo y la espada unidos una vez más en un abrazo tenebroso que augura el asentamiento de malos tiempos para la libertad de un pueblo que casi no recuerda su sabor, tras siglos del ayuno impuesto. La memoria de la primavera comienza a ser solo el recuerdo de una tarde de ilusión, de un instante de esperanza, de un soplo de aire fresco en el que egipcios y -sobre todo- egipcias creyeron encontrar la posibilidad de un futuro hecho por ellos, construido con los mimbres de la gastada y añorada democracia occidental, en la que cada individuo de la especie tiene un voto y puede depositarlo en una urna de cristal con la inocencia del recién nacido. Si para nosotros el proceso electoral es algo revisable y mejorable, para buena parte del mundo árabe es solo el principio de una época iniciática. Una iniciación que, en el caso de las mujeres árabes, significa únicamente el principio de la lucha por el derecho a dar su opinión, su rechazo a la violación institucionalizada y sacralizada, su libertad para ponerse la ropa que desee, mostrar u ocultar su cuerpo a su antojo, sin otro límite que el de su propia decisión. La imagen de ese parlamento egipcio, como el iraní y tantos otros, parece aún una escena extraída de un pasado que los occidentales no recordamos, aunque casi lo hayamos dejado a la vuelta de la esquina. Tras la caída de los tiranos corruptos, el pacto entre clérigos y soldados no augura otra cosa que la consolidación de una sociedad entre teocrática y guerrera, poblada de barbas militantes y túnicas de alma oscura, una sociedad en la que la mujer volverá a ser instrumento del sexo y camarera de la familia a tiempo completo.