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Secuelas navideñas > Mario Santana

Se acabaron las Navidades, los Reyes y las vacaciones. Y en algunos casos, algo más. Estamos inmersos en una rutina, a veces adorable, que no permite intimar con la pareja más que lo estrictamente posible o necesario, que de todo habrá. Pero cuando se interrumpe la cotidianeidad por las obligadas vacaciones, nos damos de bruces con otra realidad, en ocasiones estupenda y en otras no tanto. Se cambian los horarios y ocupaciones habituales por otros modos y formas.

Por otras preocupaciones: Nochebuena con tu familia o la mía, acompáñame al súper, juntos hasta para ir al baño, se comparte el mando, y un largo etcétera. Todo lo cual suele ser maravilloso, salvo para algunas parejas que, sencillamente, no superan determinadas pruebas de convivencia. Septiembre siempre fue un mes de divorcios, y no digamos enero, donde se une la enorme carga emotiva de las fiestas navideñas con el deseo de cambio de vida para el año entrante: dejaré de fumar, iré al gimnasio… y me divorciaré. Y a veces lo cumplen, al menos en parte.

Canarias es la segunda comunidad autónoma con mayor índice de divorcios, por detrás de Cataluña, siendo el perfil un matrimonio integrado por personas de entre 40 y 49 años, con aproximadamente 15 años de matrimonio. Al menos así lo afirma el Instituto Nacional de Estadística (INE) con base en el Convenio que desde 1995 mantiene con el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Bien es cierto que la estadística no contempla los casos de rupturas de parejas de hecho, en las que sus integrantes suelen tener una menor edad, poco dada al matrimonio. Ni siquiera por lo civil.

Llegados a este punto, en primer lugar hay que contar hasta diez. Si es necesario, incluso hasta cien. Una decisión errónea no debe obligarnos a ejecutarla. Pero si la decisión sigue manifestándose acertada, lo de divorciarnos digo, entonces sugiero un examen de la situación reflexivo y sosegado. No es igual el divorcio por causa sorpresiva, donde no cabe reflexión alguna, que un divorcio consecuencia de una situación larvada y que se manifiesta abiertamente tiempo después, que es lo que suele subyacer en este tipo de crisis conyugales posvacacionales.

Además de las consecuencias emocionales, donde a Dios gracias el derecho no se mete, al menos de momento, deberá reflexionarse sobre las consecuencias jurídicas y económicas de tal decisión. Exactamente, las cuestiones a resolver vienen relacionadas en el artículo 90 del Código Civil (CC): ¿al cuidado de quién quedarán los hijos menores? ¿Cómo se relacionará el otro cónyuge con esos hijos? ¿Quién permanecerá viviendo en el domicilio que ha venido siendo el conyugal? La pensión de alimentos que el cónyuge que no conviva en un futuro con los hijos deberá abonar a éstos; la contribución de ambos cónyuges a las cargas del matrimonio; ¿Cómo se repartirán los bienes gananciales en caso de existir? Y si procede o no que un cónyuge abone en el futuro una pensión al otro que queda en peor situación económica tras el divorcio.

Si acertamos a dar respuesta a cada una de estas cuestiones, y además de forma razonable, existen muchas posibilidades de que el divorcio se realice “de mutuo acuerdo”, lo que, dentro de lo malo –o de lo bueno, según se mire-, supone un gran acierto: ambos cónyuges pueden valerse de un solo abogado y un solo procurador. Pero, sin duda, el mayor beneficio es la ausencia de juicio, testigos, declaraciones, y un rosario de situaciones desagradables. A todo ello debe unirse la celeridad en la obtención de sentencia, y la posibilidad por tanto de contraer nuevas nupcias, que de todo hay en la ‘viña del Señor’.

Si por el contrario no se alcanza acuerdo sobre los indicados extremos, el juez vendrá a llenar la incapacidad de los cónyuges de resolver sus diferencias. Créanme, más vale razonable mal acuerdo que pleito ganado tras guerra. Y éstas suelen ser sin cuartel ni prisioneros.

*Letrado | abogado@mariosantana.es