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Desangelados > Juan Carlos Acosta

No son tiempos de echar más leña al fuego, pues el incendio es ya de por si importante. Por eso me he animado a traer a estos renglones sobre el continente vecino una reflexión que pretende ser positiva, como contrapunto al desaliento generalizado y al hilo de un estudio reciente de una consultoría internacional que asegura que sus encuestas han arrojado datos tan llamativos como que África está entre las regiones más felices del planeta. Es más, el presidente de esa firma, John Wright, ha llegado a afirmar que el mundo es un lugar más feliz hoy y que han podido calcularlo porque han mantenido un registro continuado, un trabajo de campo, supongo, de Ipsos Global, que es como se llama la entidad, que arroja un ranking de bienestar de ánimo encabezado por India y México, seguidos de América Latina, Asia-Pacífico, Medio Oriente y África. La consulta señala además como los menos felices a los habitantes de Hungría, Corea del Sur, Rusia, España e Italia, un pelotón de cola precedido por la omnipresente Estados Unidos, Canadá y Reino Unido.

No me apetece en estos momentos de presión ultraconservadora y mensajes catastrofistas entrar en la valoración objetiva del supuesto crédito de ese informe ni del nivel de solvencia de la encuestadora, porque la realidad es que los resultados casan perfectamente con las sensaciones que siempre me he traído de los países cercanos africanos, cuyas comunidades, al menos con las que he tenido la oportunidad de contactar y, a veces, convivir, no se sienten en absoluto frustradas por las carencias ni por tener que compartir de igual a igual las ganancias, si las hubiere, los alimentos y el techo, y porque interpreto que el hecho de sentirse humildes y una parte más de la naturaleza ayuda mucho. Por el contrario, sí que detecto un pánico creciente, en ocasiones irrespirable, en esta sociedad occidental en la que he nacido y vivido durante ya muchos años, posiblemente porque los sofismas se han apoderado de nuestras expectativas naturales de supervivencia y los avances tecnológicos de comunicación son más que nunca pasto de la manipulación del poder, que tiende a exprimir con empíricas operaciones de letras minúsculas y dividendos ciclópeos los números, es decir, a los ciudadanos, los consumidores-consumidos, en una carrera sin fin de voracidad e insatisfacción.

Lo que me preocupa en cualquier caso es que esa fuente global de información sofisticada que nos alimenta cada hora y cualquier día a nuestra imagen y semejanza continúa trasladando su impresión estresante, quizás desangelada, de las realidades del continente vecino y ha llegado a contaminar a aliados africanistas que ya parecen solo ver el lado oscuro de un conjunto de 55 estados plenos de diversidad, de tal manera que prima de forma obsesiva lo negativo, como la hambruna, que las hay y muy graves, las guerras (ya no tantas), las revueltas y la pobreza (en franco retroceso) frente a los logros netos de unas naciones que caminan pacientemente pero con paso firme en este nuevo “orden mundial”.

Nadie nos dijo que tendríamos que desarrollar un potente antídoto a todo este galimatías económico y mediático en el que se ha convertido nuestra endogámica Europa, pero va siendo hora de aclararse un poco con el fin de tomar distancia de los agoreros que profetizan el fin de un estado del bienestar ilusorio que por lo visto no nos hace felices ni a nosotros mismos.