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Fuera manifas > Alfonso González Jerez

Me parece apasionante cualquier reconversión de la realidad, se trate de la novela histórica o de las canciones de Laura Pausini. Cuando se trata de la realidad que nos atañe a todos esta amable debilidad se convierte en una forma de precaución elemental. Las manifestaciones. Ya saben ustedes: eso de que la gente baja a la calle -que algunos siguen considerando suya y no nuestra- y critique y proteste. Bien, siguen funcionando los viejos mecanismos derogatorios: los manifestantes eran una tropa asalvajada, provocaron a la policía, insultaron a los agentes de la autoridad, arrojaron piedras, se mearon por las esquinas, como si fuera carnaval. A veces, incluso, es relativamente cierto: aquí aun se mantiene un vergonzante contacto con los hechos. Un paso más adelante y ya encuentra usted explicaciones, digamos, más articuladas, sesudas, tenebristas. Las manifestaciones son el crapuloso producto de una planificación más o menos eficaz por parte de quien tenga usted bien señalar: el PSOE, la izquierda, los antisistemas, la masonería internacional, Nacho El Gofio, en paz descanse. Toda esa gentualla pretende alborotar en la calle y no asume lo que la derecha ha ganado limpiamente en las urnas. Sin embargo, con ocasión de las hostias y palizas en Valencia se ha alcanzado la perfección con un argumento básico que se reproducirá con éxito en las próximas semanas y meses: las manifestaciones son políticamente intolerables y moralmente deleznables. Cualquier manifestación. Lo rechazable de una manifestación, en definitiva, no está en su desarrollo, en sus percances, en su violencia gestual o su intensidad decibélica, sino en la manifestación misma.

Al margen de totufos locales esta sanción ética sobre la manifestación la pueden encontrar en numerosos articulistas y editorialistas de toda España. El otro día una pluma oligofrénica, Salvador Sostres, repetía que los estudiantes deberían estudiar, y no manifestarse tan frívolamente: no entienden que, como receptores de una educación pública, están disfrutando de un privilegio, no un derecho. Ese es el discurso (llamémosle así) que triunfará en un futuro inmediato. Los sindicatos representan a una caterva de golfos, los estudiantes son privilegiados ahítos de un narcisismo de niños mimosos, los que reclaman más y mejor democracia están infectados por el virus de un totalitarismo pueril y suma y sigue. Desde el extranjero Mariano Rajoy pide a todos, como una reina madre, que se eviten penosos espectáculos.

Mientras se ridiculiza a las manifestaciones y se la reduce a la condición de infusorio democrático bajo el microscopio policial, los bancos y el Gobierno preparan una dación de pago light y un préstamo masivo a las administraciones públicas. Para demostrar que tienen su corazoncito y, una vez más, evidenciar que las manifestaciones son inútiles vestigios del pasado o la expresión de una imbecilidad ideológica cargada de resentimiento.