La última (columna) >

Viaje a Ítaca > Jorge Bethencourt

Creo recordar que el rey griego Agamenón -que no había leído a Cavafis- sacrificó a una de sus hijas en una playa, de camino a Troya, para que la diosa Artemisa le diera vientos propicios. Parece que, con el paso de los años, los griegos no han abandonado la catarsis de los sacrificios. Mirar las calles de Atenas, convertidas en un campo de batalla entre una sociedad colérica y sus gobernantes, con medio centenar de edificios en llamas, más de cien heridos y lo que te rondaré morena, da escalofríos.

Los gobiernos de Unión Europea decidieron entregar a Grecia un primer paquete de ayudas de 110.000 millones en mayo del 2010. El país heleno estaba al borde -por el lado de dentro- de la quiebra. No es de extrañar, si se tiene en cuenta que en menos de una década había duplicado la masa salarial pública, que existía un fraude generalizado a la hacienda estatal, que los funcionarios cobraban de media salarios tres veces superiores a los del mercado privado, que las pensiones crecían como setas o que, por no seguir, la empresa pública de ferrocarriles, OSE, gastaba siete veces más de lo que ingresaba (con una deuda de 11.000 millones y 6.500 trabajadores) con sueldos medios de 40.000 euros. Un año después del primer paquete de ayuda, mientras Portugal o Irlanda aplicaban dolorosos recortes, Grecia se había pulido los más de cien mil millones prestados y además había generado, de propina, un déficit de 21.600 millones. Así que hacía falta un segundo fondo de rescate, de 109.000 millones, que se aprobó en julio de 2011 y que a fecha de hoy también ha sido devorado por el saco sin fondo griego. Porque los recortes no llegan. Los euroburócratas están dispuestos a dar otros 130.000 millones, un tercer paquete de ayuda, pero esta vez con condiciones estrictas y vigiladas: despido de 15.000 funcionarios, recorte del salario mínimo de 876 a 600 euros (en España está en 640) y reducción en múltiples partidas de gasto de la administración. Y la gente se ha echado a las calles para solucionar el problema -ya que sus políticos no saben- quemando edificios y liándose a pedradas con la policía. Es lo que tiene la sabiduría popular, que sabe afrontar serena y constructivamente los problemas. Sin disciplina fiscal, sin productividad, sin rigor presupuestario -las virtudes de esos aburridos países del norte- los sueños de prosperidad terminan envueltos en las llamas de la pobreza. Esto me suena de algo…

Twitter @JLBethencourt