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Innovación>Alfonso González Jerez

En términos generales la huelga general convocada ayer en España consiguió un seguimiento similar -quizás muy ligeramente superior- a la que se le hizo al Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero en septiembre de 2010: no ha sido un éxito, pero tampoco cabe tacharla de fracaso. En cambio, resulta significativa la amplitud que han alcanzado las manifestaciones en las últimas horas de la tarde: muchas decenas de miles de personas han protestado en las calles de todo el país contra una reforma laboral perfectamente abominable y que no corregirá ninguno de los problemas estructurales del mercado de trabajo en España. Esta aparente desconexión entre la abundancia de manifestantes entusiastas y la escasez de huelguistas activos tiene respuestas tradicionales -el miedo al despido, la dependencia en los hogares de un único salario, la situación agónica de muchos autónomos y pequeñas empresas- pero también apunta al agotamiento de un formato de participación (y una estrategia de influencia política) representada por las grandes centrales sindicales y por la propia huelga general como instrumento supremo y emulsión épica de la acción sindical.

Mientras que más de dos tercios de los afiliados de las fuerzas sindicales mayoritarias disponen de contrato indefinido -y hasta anteayer un contrato indefinido suponía un blindaje más que apreciable- solo el 40% de los trabajadores españoles disponen de semejante, aunque ahora degradado privilegio. El resto son trabajadores con contratos temporales (cuatro millones) y autónomos (unos tres millones aproximadamente). En las tinieblas exteriores vagan, entre la desesperación y el terror, más de cinco millones de desempleados. Los humillados, ofendidos y puteados no observan a los sindicatos -cuyo tacticismo oportunista, julandrón y politiquero no ha contribuido a aquilatar su legitimación- como garantes de los derechos de la mayoría social, sino como pastores subvencionados de una constelación laboral del que no forman parte y que aun brilla en lo alto (eso sí: a punto de desmoronarse) mientras ellos se hunden en el fango cotidiano. Se movilizan en las manifestaciones y protestas callejeras, pero no son movilizables en sus amenazados y frágiles puestos de trabajo.

La huelga general, como formato de participación popular y recurso supremo de presión sindical ha entrado en una fase de obsolescencia cada vez más evidente. Si las fuerzas políticas y sindicales de la izquierda no quieren resignarse a huelgas generales cada vez más anodinas están abocados a reinventar el rechazo, a buscar nuevos modos de intervención pública en la esfera productiva e informativa, a explorar fórmulas innovadoras de protesta y expresión del disenso, la crítica y el malestar. Esta huelga general es la primera. Seguirán otras. La conflictividad social en España ni siquiera acaba de comenzar.