avisos políticos >

Justos y benéficos > Juan Hernández Bravo de Laguna

El próximo jueves será una jornada triste para la democracia, porque una democracia con miedo no es una democracia auténtica y corre peligro de dejar de serlo. Y será una jornada triste para la democracia porque los dos sindicatos hegemónicos, la UGT y Comisiones Obreras, han convocado una huelga general, con lo que tal cosa significa en España. Una huelga general auspiciada por unos sindicatos que han campado por sus respetos en la vida pública española durante los últimos años y que fueron cómplices declarados del anterior Gobierno, primero en la negación de la crisis y después en el apoyo a unas políticas económicas suicidas y disparatadas, que nos han conducido a la grave situación actual. Un sindicato como la socialista UGT, cuyo secretario general, Cándido Méndez, fue durante años el auténtico ministro de Economía (y de Sindicatos) de Rodríguez Zapatero, y el inspirador de sus continuas ocurrencias sectarias, improvisaciones ignorantes e incesantes rectificaciones. Unos sindicatos politizados y corporativos que, después de salir a la calle no en defensa de los trabajadores, sino del juez Baltasar Garzón; después de salir a la calle no en contra de su amigo Rodríguez Zapatero, sino de Esperanza Aguirre, convocaron una impopular huelga de funcionarios, que fracasó estrepitosamente, y después se sintieron obligados a desencadenar una huelga general de cartón piedra, un simulacro de atrezo y guardarropía, tan poco creíble y tan patético como ellos mismos.

A finales de los años cincuenta, desde Radio España Independiente, Santiago Carrillo propugnaba la huelga general política como estrategia de lucha antifranquista. Aquella obsesión -nunca cumplida- por paralizar el país la sufrieron también los sindicatos en sus huelgas generales contra los Gobiernos de Felipe González y Aznar. Y, con total seguridad, se va a repetir el próximo día 29, incluyendo la consabida guerra de cifras y datos entre el Gobierno, los partidos de la oposición parlamentaria y las propias centrales sindicales. La medida del éxito de la próxima huelga general será su capacidad para transformar un día de trabajo en un día sin trabajo en todo el país. Y es probable que, como sucedió en la mayoría de las huelgas generales anteriores, esté cerca de conseguirlo. Al menos, la mayoría de la población lo da por hecho y se prepara para, hasta donde le sea posible, quedarse en casa ese día “a fin de evitar problemas”. Aunque no nos engañemos; en una buena parte, el éxito -y los problemas- no serán de la huelga en sí; serán de la capacidad intimidatoria de los mal llamados “piquetes informativos” e incluso de la cantidad de piedras que algunos tiren. No hace tanto tiempo, en la huelga del transporte discrecional de Tenerife, y ante la ineficacia y la pasividad policial, no se contentaron con coaccionar a conductores y viajeros, y cometer variadas tropelías y desmanes por el estilo, sino que llegaron a apedrear una guagua escolar con los niños dentro. Que se dice pronto.

Estos piquetes delictivos, que actuarán especialmente en el ámbito de los servicios públicos y de los negocios privados abiertos al público, al igual que el incumplimiento sistemático de los servicios mínimos, constituyen una de las importantes asignaturas pendientes de nuestra democracia. Y se encuentran en el origen de la comisión de faltas y hasta de graves delitos, que nada tienen que ver con los derechos de los trabajadores -que somos todos- ni con el ejercicio del derecho de huelga, que rara vez se denuncian y que nunca se persiguen ni sancionan. El expreso mandato constitucional concerniente a una ley de regulación del derecho de huelga ha sido transgredido durante estos años de democracia, con la complicidad de las centrales sindicales, para las que ha resultado muy cómodo el viejo Real Decreto-Ley 17/1977, de 4 de marzo, norma preconstitucional enmendada y derogada a golpe de sentencias del Tribunal Constitucional y por el Estatuto de los Trabajadores. Bajo los Gobiernos socialistas y populares, los sindicatos han apostado por la permisibilidad y la indeterminación que supone la ausencia de una Ley de Huelga. En lo que atañe a los tan traídos y llevados servicios mínimos, la Constitución española, en su artículo 28.2, los prevé con contundencia, cuando dispone que “se reconoce el derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses” y agrega inmediatamente: “La ley que regule el ejercicio de este derecho establecerá las garantías precisas para asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad”. Lo que no pudo prever la Constitución es que treinta y tantos años después “la ley que regule el ejercicio de este derecho” estuviese todavía pendiente de elaborar.

Al margen de los lamentables hechos anteriores, las características de una huelga general son un claro exponente de los profundos cambios que ha experimentado en nuestros días el ejercicio del derecho de huelga, una de las emblemáticas reivindicaciones del movimiento obrero desde sus inicios, y cuyo reconocimiento por los poderes públicos tantas luchas y tantos esfuerzos costó conseguir. En primer lugar, porque la huelga nació históricamente como el único medio que los obreros -la parte más débil- tenían para perjudicar los intereses de su empresa y obligarla así a negociar, es decir, surgió en el ámbito privado. Sin embargo, una huelga general, por definición, se hace en contra de un Gobierno y, en consecuencia, se desarrolla en el ámbito público y es política. Al mismo tiempo, toda huelga que afecta a un servicio público -máxime si la empresa es también pública- se lleva a cabo, en realidad, en contra de los usuarios del servicio, que se ven injustamente agredidos en sus derechos e involucrados, a su pesar, en un conflicto con el que no tienen ninguna relación y, lo que es peor, que no pueden resolver -ni coadyuvar a resolver- en absoluto.

El pasado lunes conmemoramos el bicentenario de la entrañable Constitución gaditana, cuyos artículos 6 y 7 disponen que una de las principales obligaciones de los españoles consiste en ser “justos y benéficos”, y que todo español está obligado a ser fiel a la Constitución y obedecer las leyes. Sus autores se hubieran sorprendido mucho si hubiesen podido vislumbrar lo obedientes a las leyes, y lo justos y benéficos, que pueden llegar a ser algunos españoles durante una huelga general. Sobre todo los piquetes.