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Precursor > Alfonso González Jerez

Un hombre está echado en el viejo sofá de la salita de su casa. Dentro de unos minutos se convertirá en un precursor, pero no lo sabe. Hace muchas semanas que no duerme bien. El insomnio lo tomó del cogote al cabo de año y medio en el desempleo y desde entonces no lo ha soltado. El hombre se está fumando las colillas de su propio Krüger. Es una de las artesanías que ha tenido que aprender en los últimos tiempos: fumar cuidadosamente, sin que se pierda una calada, sus propias y babosas colillas. Por supuesto que no es lo peor. Lo peor es que ha perdido el respeto por sí mismo. Dos años, dos, buscando trabajo, y salvo alguna chapuza ocasional, cada vez más rara, no sale absolutamente nada. Un intento grotesco -sí, ahora lo ve, grotesco- de montar su propio negocio dio al traste con sus famélicos ahorros. Nada de nada. Desde hace poco recibe ese subsidio de 400 euros que desaparecen en pocos días. Su jornada se ha simplificado mucho y a la vez se ha convertido en una crucifixión que comienza cada amanecer, cuando se descubre mirando hacia el techo y con una colilla en la mano. Es un jornalero de la nada. Llevar a los niños al colegio, trasladarlos a la casa de los abuelos, para que ahí almuercen y merienden, traerlos a casa para que cenen un bocadillo y un vaso de leche bien tasada. Durante el día huye de la casa para no tropezarse por los pasillos con su mujer, que al principio se mostró muy comprensiva, pero a la que se le ha endurecido mucho la mirada. El otro día lo llamó “inútil de mierda” por primera vez. Lo masculló bajito, la cabrona, pero lo escuchó perfectamente, tal y como ella deseaba. Porque ni siquiera ha podido devolverle los 300 euros que le pidió prestados a su cuñado al comienzo del curso escolar. Su cuñado se dedica a la chapa y pintura y ahí almuerzan los niños, con sus primos, todos los sábados. Así que camina. Camina exhausto durante horas por las calles desalmadas de Santa Cruz de Tenerife, que ya no es su ciudad, sino un doloroso campo de minas para su memoria, sus anhelos, su vergüenza. Rehuye a amigos y a conocidos, sobre todo a los amigos, y sabe que muchos amigos lo rehuyen a él, agobiados por la desesperación, ahítos de amargura, ridículos polichinelas sin futuro ni alivio. Deberá pasar hoy, de nuevo, por el comedor social, para intentar conseguir un paquete de alimentos. Pero no. Le cae la colilla entre los dedos y se le incrusta en la memoria la cara del empleado del banco. Ese que le negó el crédito. El que ni siquiera le saluda por el barrio y lo mira como un piojoso mendigo. Ese. Ese. El hombre se levanta del sofá, busca en un trastero la escopeta de caza, la revisa y la carga y sale por la puerta con cuidado, sin dar un portazo, y en quince minutos llega a la sucursal y comienza a disparar. El empleado del banco apenas tiene tiempo de poner cara de asombro con un balazo en la frente antes de derrumbarse.

Ese hombre camina ahora sin rumbo, estrangulado por el miedo, por las calles de esta ciudad. Dentro de seis meses, quizás dentro de un año, se levantará de su sillón mugriento y la liará a tiros. Será un precursor. Solamente el primero. Pero todavía no lo sabe.