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Antonio María Esquivel > Luis Ortega

Durante sus años de destierro y sus actuaciones estéticas en La Orotava y el norte de Tenerife maduró su sueño de convertir el templo de sus amores en “la suma expresión del neoclásico en Canarias”. Resuelto su injusto proceso, del que hablamos en esta misma esquina, con los enemigos escondidos en las madrigueras, nada ni nadie pudieron vetar su proyecto.

Contaba con la base económica, gracias a la manda pía del rico indiano Cristóbal Pérez Volcán, con la colaboración plena e inspirada de su compañero y amigo Martín de Justa -protagonista destacado de la renovación urbana de la capital palmera- y con la confianza de su feligresía, que jamás dudó de sus dotes artísticas, inteligencia y piedad. Ahora, ciento setenta y cinco años después, las responsables del Taller de Restauración del Cabildo -Isabel Santos e Isabel Concepción- trabajan en el retablo mayor que encuadra, entre dos columnas corintias con capiteles dorados y un frontón clásico con el ojo de Dios, escoltado por dos ángeles orantes, la mejor obra de Antonio María Esquivel y Suárez de Urbina (1806-1857), acaso el mejor dotado de los pintores románticos con una escasa y selecta producción, debido a su temprana muerte, repartida entre los museos del Prado, Naval y Romántico de Madrid y Bellas Artes de Sevilla.

La Transfiguración, una tela esplendorosa en magnífico estado de conservación -salvo el leve craquelado que afecta a la mayor parte de la pintura decimonónica- fue su obra más ambiciosa, tanto por sus medidas -500 x 225 centímetros- como por la calidad técnica con la que trató a Jesús, en ascensión, entre los profetas Moisés y Elías y tres de sus apóstoles predilectos, Pedro, Santiago y Juan.

El difícil equilibrio de la composición, la grata atmósfera cromática y la potencia de su encuadre, trabajado directamente por el padre Díaz, compone uno de los iconos estéticos más sobresalientes de esta isla que tuvo, en el XVI y XIX sus centurias más gloriosas, cuando el arte cumplía una noble y elevada función social. Esquivel, afectado en su juventud de diversas enfermedades -incluido un glaucoma que estuvo a punto de dejarle ciego- siempre mostró una especial predilección por esta obra, presentada en 1837 en la Exposición Nacional de Bellas Artes y remitida a Santa Cruz dos años después.