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Infierno y paraíso > Jorge Bethencourt

La Constitución española de 1978, en sus artículos 41 y 43, establece el derecho de todos los ciudadanos a recibir una asistencia sanitaria que garantice su salud y el deber de los poderes públicos de garantizar ese servicio. El sistema sanitario, que se financia a través de nuestros impuestos, es, por tanto, una prestación que se paga por los ciudadanos españoles para sí mismos, sus familias y sus conciudadanos sin recursos. De ahí que el discurso de la obligación de prestar servicios sanitarios a ciudadanos de otros países sea muy humanitario, pero con poco fundamento jurídico. Otra cuestión es que decidamos hacerlo -algo que personalmente comparto- pero teniendo en cuenta que supone una merma de los recursos disponibles.

Es normal que en una época de recesión los recortes vayan podando territorios de solidaridad que antes nadie discutía. Normal, aunque poco edificante. Pero resulta un poco menos comprensible que el Estado providente y paternal, además de jodernos a base de bien, se convierta en una ciega maquinaria deshumanizada.

Una jueza de Las Palmas, María Victoria Rosell, ha subvertido el régimen marcial de los campos de internamiento de extranjeros -cuánta dulzura existe en la sintaxis-, generalmente negros, para permitir que los encerrados puedan recibir visitas y hacer llamadas telefónicas y establecer que sean avisados unas doce horas antes de que les den la patada en el trasero para devolverlos a sus infiernos de origen.

El gesto de humanidad de la magistrada, implorado por algunas ONG, es una excepción en el régimen de los centros de todo el Estado del bienestar español. Es normal (dentro de lo anormal de un mundo dividido por fronteras y nacionalismos) que a los inmigrantes sin papeles se les devuelva a sus países de origen. Lo que repugna a la razón es que su estancia, hasta la expulsión, se convierta en una prisión que extingue derechos que mantiene el más execrable chorizo nacional.

Algún día pagaremos, supongo, la civilizada eugenesia que los países desarrollados vienen practicando en África con la siempre excelente colaboración de los propios caudillos africanos. Mientras tanto somos ese sueño con el que sueñan, con los ojos abiertos, los mendigos del continente negro. Alambradas, campos de internamiento, patrullas de vigilancia… tienen ecos de viejas canciones que escuchamos en aquella Europa en la que los negros éramos nosotros.

Qué pronto se nos olvidó a los nuevos ricos la maleta de cartón. Consuela pensar que este jardín de recortes, impuestos y comedores sociales puede ser aún el paraíso para millones de personas. Consuela y hace pensar.

Twitter@JLBethencourt