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Palabras > Francisco Pomares

La televisión se lo come todo: las dos grandes antiutopías literarias del siglo pasado han sido usadas para crear bodrios catódicos como Gran Hermano o Crónicas Marcianas, pero a los autores de 1984 y las crónicas no los recuerda ya absolutamente nadie, más allá de los redactores de necrológicas de las agencias y periódicos. Me entero de la muerte reciente de Ray Bradbury, autor de Farenheit 451 y último y menos popular de los grandes de la ciencia ficción en lengua inglesa. Isaac Asimov y Arthur C. Clarke se hicieron un hueco en el mundo gracias al cine, pero Bradbury era más un poeta que un escritor de anticipación. Pienso que la mayoría de los jóvenes españoles no tienen hoy ni zorra idea de quién fue o de lo que hizo, menos aún de su denuncia feroz de la aculturación, el analfabetismo programado y la manipulación televisiva de las conciencias. Una generación entera recordará sin embargo las payasadas de Sardá y su coro de engendros en Crónicas Marcianas, que condujeron la caja tonta española en irreversible dirección a la inanidad. Es curioso que la obra literaria de un visionario como Bradbury haya sido usada por la tele precisamente para ahondar en el camino de alienación que él mismo denunció.

Vivimos en un mundo dominado por la imagen y el impacto de lo inmediato, un mundo que avanza desbocado hacia la irreflexión, la pérdida de referencias y el pensamiento único y vicario, en el que se nos dice desde la televisión lo qué es correcto y lo que no, con quién hemos de enfadarnos y cuándo, qué nos tiene que emocionar, qué debemos pensar, cómo hacerlo y en qué momento. Un mundo de imágenes precalentadas, en el que lo que no tiene su imagen no existe, porque hoy son únicamente las imágenes las que construyen los recuerdos sociales y la historia colectiva. Un mundo que ha optado por sustituir la dialéctica por el ruido y las ideas por una sucesión cacofónica de píxeles pegados a insultos. En este mundo nuestro, un mundo en el que hemos llegado a creernos a pies juntillas y sin reserva alguna que lo que está en crisis es la economía y no la decencia, reivindicar la palabra -escrita o leída, pronunciada o escuchada-, es casi una empresa revolucionaria.