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Giovanni Battista > Luis Ortega

Los últimos rumores y fotos de Joseph Ratzinger evocan la dolorosa soledad, la hostilidad integrista y la impaciencia progresista que se cebaron sobre el cura lombardo que, desde el 21 de junio de 1963 y durante quince años, asumió el mando de la Iglesia Católica. Miembro de una familia de la aristocracia, Giovanni Battista Enrico Antonio María (1897-1978) fue, junto con Domenico Tardini, un hombre de confianza de Pío XII; cardenal de Milán y secretario de estado, cuidó con celo la imagen de un papa criticado por su actuación durante la II Guerra Mundial. A su muerte, nadie esperó que un purpurado de distinta ideología y estilo, “un cura de pueblo”, que gestionó el conjunto de la cristiandad como su aldea natal, Su perfil intelectual no parecía encajar con el Papa Bueno, apelativo que acompañó a Juan XXIII desde que saludara por primera vez desde el balcón central de San Pedro. Craso error. La muerte prematura del beato Roncalli dejó a su admirado y fiel Montini con el mandato de ocupar la Silla de Pedro y desarrollar un Concilio, que fue recibido con esperanza por sectores populares y de uñas por cardenales, obispos, organizaciones y órdenes integristas de mucho peso con Eugenio Pacelli. Contra todas las dificultades, dio pulso y dirección al encuentro, donde los prelados y agentes conciliares del Tercer Mundo tuvieron un papel destacado y, junto a la cercanía de la institución a los problemas y demandas de la sociedad contemporánea y se abrió el ecumenismo con el impulso de las relaciones con ortodoxos, protestantes y anglicanos. Frente al absentismo, el boicot soterrado o el abierto enfrentamiento a los acuerdos, Pablo VI -que adoptó ese nombre para reafirmar su misión de apertura y renovación- vigiló y tuteló el cumplimiento de las directrices aportadas por el evento católico más importante de los últimos siglos. Durante su mandato pidió justicia social para los pobres de la tierra, medió en conflictos internacionales y trabajó hasta la extenuación, sin resultado, para la liberación del político Aldo Moro, al que le unía una antigua amistad. Falleció en Castelgandolfo y, además de un lúcido testamento, pidió ser enterrado directamente en la tierra y declinó, “por falta de merecimientos”, cualquier dignidad que la Iglesia quisiera otorgarle. Así se hizo y un injusto olvido (que no reparó la apertura del proceso de beatificación iniciado por Wojtyla sin avances desde 1993) y que aún perdura, rodea a uno de los más grandes y honestos intelectuales que encabezaron el bimilenario catolicismo.