las pequeñas cosas > Irma Cervino

El miedo sube y baja > Irma Cervino

Tengo un problema. No me gustan los ascensores. Cuando entro en ellos, pienso que no volveré a salir nunca más y, en ese momento desagradable en que se cierra la puerta, y me quedo confinada en la caja maldita, siento que todo ha terminado para siempre. Solo me queda pulsar el botón que me trasladará al otro mundo.

Realmente, lo que peor llevo es cuando alguien entra y, para romper el hielo, empieza a hablar del calor que hace. ¡Pues claro! -pienso- no hace falta que me lo recuerde. ¿Es que no ve que estamos en una caja herméticamente sellada que sube y baja por un agujero negro, abierto en las entrañas de un edificio? Igual si se calla, ahorramos algo de oxígeno. Digo yo. Debo reconocer que tampoco me gusta la sensación de estar rodeada de una mayoría silenciosa que se queda embobada mirando al techo, como si esperase el inevitable desenlace final. Yo creo que, por eso, siempre me coloco cerca de la puerta y me encargo de organizar los destinos de los viajeros. Al cuarto, al sexto, al décimo… Pero, sin dudas, el momento más crucial es cuando se detiene y, por unas centésimas de segundo, no sabes si la puerta se abrirá o no. Es un instante tenso, supongo que equiparable al “pasa a la siguiente prueba” de los casting. Y, por fin, cuando el monstruo decide abrir la boca, vuelvo a nacer. Es como si el ascensor me estuviera pariendo.

El respeto -por llamarlo de alguna manera- que tengo a los ascensores empezó un día que escuché gritar a una señora que se había quedado trabada en uno.

Era un poco carraca (el ascensor) y allí estuvo la pobre mujer más de una hora a oscuras esperando a que vinieran a rescatarla. Hubo momentos en que no le escuchaba gritar y temí lo peor. Era cuando rezaba. Los rescatadores llegaron después de veinte minutos o muchos más, abrieron la caja de herramientas, sacaron un par de destornilladores y le hicieron la cesárea al ascensor. Ví cómo sacaban primero la cabeza de la señora, después los brazos y, por último, el resto del cuerpo. No tuvieron que darle ninguna palmadita porque ya venía llorando.

Pero la peor experiencia de todas la vivo cada jueves cuando llego a casa y, al entrar en el portal, me encuentro a la señora que limpia la escalera.

Nada más verme, se parapeta detrás del cubo y me dice: “Está mojado”. Yo no me atrevo a decirle nada. Siempre le sonrío y, haciendo de tripas corazón, me enfrento al viejo Otis y pulso el quinto.