Después de 14 años como motor de la plástica contemporánea en Segovia, cierra sus puertas el museo monográfico dedicado al gran pintor castellano, miembro de la Escuela de Nueva York y exiliado, como tantos otros intelectuales y artistas durante la Guerra Civil. Nacido en el año 1904 en Turégano, Esteban Vicente inició Bellas Artes en Madrid, viajó luego a París, donde entró en contacto con las vanguardias de entreguerras y con sus líderes; regresó a la Villa y Corte y colaboró activamente con los grupos políticos y estéticos que animaron el quinquenio republicano.
En julio de 1936, el golpe perpetrado por el general Franco, con apoyo de monárquicos y partidos de la derecha motivaron su escapada y residencia en Estados Unidos. Realizó su primera exposición individual en la galería Kleeman, en 1937, y tres años después, obtuvo la nacionalidad. Profesor en Puerto Rico, desde 1947 se integró, con el apoyo de sus colegas y la crítica, en un miembro notable de la primera generación neoyorquina del expresionismo abstracto.
Casado en tres ocasiones, tuvo momentos de estrechez en la que mantuvo a su familia como retratista y, a la vez, realizó una destacada labor de caballete que, poco a poco, entró en los museos estatales y en las colecciones. Se negó a viajar y enviar cuadros a España mientras vivió el dictador y, en 1986, regresó temporalmente a Madrid; cuatro años más tarde, le fue otorgada la Medalla de Oro de las Bellas Artes y su obra llegó al fin a los fondos públicos de España, tres años a Madrid. Junto a su última esposa creó la Fundación Harriet y Esteban Vicente, con una aportación inicial de ciento cincuenta obras -luego ampliada- que se instaló en Segovia en el restaurado palacio medieval de Enrique IV.
La carencia de medios -y de interés e imaginación, añado yo- ha determinado el “cierre temporal”, según las autoridades segovianas. Mucho me temo que la medida vaya más allá de una crisis -tan mal gestionada por los dos últimos gobiernos- y que la magnífica colección, con un impecable discurso expositivo, acabe disgregada en las dependencias institucionales y, acaso en los despachos, de los políticos irresponsables que no supieron publicitar y poner en valor un activo cultural tan relevante. En las malas épocas, los malos políticos recortan en primer lugar el anémico capítulo de la cultura; el chocolate del loro; tal como vamos, dudo que el loro vuelva a catar el chocolate y, aún más, dudo que el loro vuelva a hacer su aparición con tanto depredador suelto.