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Después de las primeras declaraciones del candidato derrotado en las elecciones venezolanas, recordé el eufemismo ingenioso de González tras la primera -cantada pero ajustada- victoria de Aznar: pasó como una película de cine mudo la secuencia de dos legislaturas. Ahora el exultante Hugo Chávez aparece, salvo contingencias imponderables, como líder indiscutible de un hermoso y rico país, convertido en una referencia radical para un continente que merece mejor destino. Las fotografías iniciales enseñaron a los pretorianos del amnistiado golpista, que ganó por tercera vez en las urnas, en una exageración de chulería, frente a los opositores y los medios de comunicación, ante un triunfo apretado que solo deja un titular profético en boca del vencido: “Felicito al presidente y le recuerdo que la mitad del país no está de acuerdo con sus ideas y con su política. Sólo le pido que sepa leer con grandeza ese mensaje del pueblo venezolano”. Henrique Capriles es un hombre joven al que los más optimistas pidieron un imposible: romper el entramado de un régimen populista, fundado en las clases más desfavorecidas y en el odio histórico a la democracia corrupta, débil e interesada, que acentuó las diferencias sociales, levantó ronchas y rencores y no tuvo la grandeza necesaria para evitar el totalitarismo que llegó con papeletas y militares. En la madrugada se anticiparon los resultados y las redes sociales se llenaron con las amenazas de los seguidores del reelegido (una suerte de plaga general) a quienes no compartieran las bases viscerales de su rencor y revancha y con lamentos de quienes pensaron -no me resisto a citar este testimonio de un residente canario que manifestó esperanzado: “Por una vez, Dios va a mirar con clemencia a Venezuela”. Veinte años de Chávez tienen mucho de plaga bíblica, por más que, en sus iniciales mensajes -y en contraste con sus gorilas amenazantes- hablara de diálogo y entendimiento con su adversario, al que maltrató en una campaña agresiva, al estilo que este sátrapa ha impuesto en un sector de América del Sur y en unos políticos que se apoyan en un añejo indigenismo y en un lenguaje que sería gracioso si no fuera trágico; por ejemplo oír hablar a la restaurada Cristina Kirchner de justicia social, después de reunir, entre la presidencia de su difunto esposo y la suya, un patrimonio incalculable, o la presunción de liderar una vasta y rica región, como hace el exultante Chávez, recuperado de sus males cuando sus compatriotas carecen de productos básicos para su subsistencia y, sobre todo, de derechos. Lo mejor de esta cita electoral: la participación del ochenta por ciento y, casi la mitad, opositora del régimen dominante, el de Hugo Chávez.