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Reforma y ruptura – Por Juan Hernández Bravo de Laguna

El presidente de la Generalitat de Cataluña, Artur Mas, ha disuelto el Parlamento catalán y convocado elecciones después de solo dos años de legislatura. El propósito declarado de esta inusual medida, que acorta tan excepcionalmente su mandato, es reforzar su mayoría y constituir un Parlamento en el que las fuerzas políticas independentistas puedan convocar un referéndum de autodeterminación y preparar la independencia catalana. Esquerra Republicana y la izquierda radical de ámbito español se muestran de acuerdo; y, según su costumbre, los socialistas nadan en la ambigüedad y la indeterminación, y su postura, como se deduce de sus manifestaciones, es ni sí ni no, sino todo lo contrario. No olvidemos que el Partido de los Socialistas Catalanes no es una mera Federación del PSOE, como ocurre con el resto de los socialismos autonómicos a pesar de sus pretenciosas denominaciones, sino un partido autónomo, producto de la fusión de la antigua Federación Socialista Catalana con dos partidos catalanes. Y un partido muy celoso de su autonomía, que ha amagado en algunas ocasiones incluso con constituir Grupo parlamentario propio en Madrid.

Pérez Rubalcaba y los socialistas afirman que la solución está en el federalismo, y, desde otras perspectivas, hemos leído ingenuas -o interesadas- opiniones que insisten en la asimetría y hasta en el nombre “Estado” de las entidades federadas, como si llamarse Comunidad Autónoma; o Territorio, como en Alemania y Austria; o Provincia, como en Canadá, por citar Estados federales, añadiera o quitara algo a su autogobierno y sus competencias. Que le pregunten a los “Estados” que forman Venezuela.

Todos los especialistas se muestran de acuerdo en que España ya es materialmente un Estado federal, y que la discusión sobre el federalismo no tiene contenido y es un mero debate nominalista, a los que tan aficionados somos los españoles, que creemos que por cambiar el nombre de la cosa cambia la cosa misma. También el nominalismo es muy caro a los políticos y los partidos, que lo utilizan para confundir a los ciudadanos y desacreditar a sus adversarios.

Es cierto que están pendientes la siempre aplazada reforma del Senado y algunas otras cuestiones, pero esas asignaturas sin aprobar no afectan sustantivamente a la naturaleza federal de la actual España. Un Estado que, además, continúan los especialistas, es uno de los Estados más descentralizados del mundo, si no el que más, e incorpora una profunda e intensa asimetría, impropia o extraña al federalismo clásico. Es decir, mientras los Estados-miembros de Estados Unidos, Alemania, Austria o Canadá tienen todos las mismas competencias e idéntica relación competencial con la Federación, en un plano de igualdad, las Comunidades Autónomas españolas presentan notables y significativas desigualdades entre ellas y en su relación con el Estado central (las Comunidades Autónomas son también Estado). Y, desde luego, Cataluña -y el País Vasco- se encuentran entre las Comunidades privilegiadas en todos los sentidos.

Hay que exigirles, entonces, a los nacionalistas catalanes que dejen de buscar coartadas, excusas o pretextos para su independentismo, que dejen de exhibir supuestos agravios e incomprensiones, y cesen de lloriquear. En estos momentos es la exigencia del pacto fiscal y en otros momentos serán otras exigencias. Cualquier cosa vale para responsabilizar al Estado de una ruptura que está en la base de sus ideas y su acción políticas. Para responsabilizar al Estado de una falta de lealtad institucional que les hace usar la Constitución, el Estatuto y las leyes como meros instrumentos de usar y tirar. Porque hablar de centralismo y de escasa asimetría en la coyuntura actual española es sencillamente una ofensa y un escarnio. Aparte de que significa mentir con descaro.

Ningún federalismo y ninguna asimetría pueden llegar a destruir el Estado, y los catalanes -y los vascos- ya han conseguido más federalismo y más asimetría de la que un Estado digno de ese nombre puede soportar razonablemente. Y no entramos en temas tales como las terribles implicaciones financieras de la situación. No se trata de algo tan simple como que los nacionalistas catalanes quieren la independencia de Cataluña -su constitución como Estado independiente de España-. Y la quieren pase lo que pase con el federalismo y la asimetría, y haga lo que haga España.

Hay que apresurarse a aclarar que esa independencia es un objetivo político legítimo que no necesita justificarse con coartadas ni supuestos agravios. Ahora bien, es un objetivo político legítimo siempre que se persiga con respeto absoluto a dos condiciones fundamentales. Primera, de una forma exquisitamente pacífica, condición que parecen cumplir los nacionalistas catalanes pese a la violencia de sus manifestaciones callejeras. Y segunda, dentro de la legalidad constitucional, o sea, de la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico.

Ahí reside el problema del referéndum de autodeterminación con que amenaza la Generalitat. Además de su ausencia de legitimación competencial para convocarlo, la cuestión principal está en que supone un intento de reforma de la Constitución al margen de los procedimientos previstos por ella para su reforma. Y eso se llama golpe de Estado. O ruptura, para ser más suaves.