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Frustración> Cristina García Maffiotte

Lo que se respiraba en la manifestación del pasado miércoles en las calles de Santa Cruz no era indignación, que también. Hubo gritos de rabia, sí. Hubo consignas de reivindicación, sí. Pero lo que se respiraba era, sobre todo, mucha frustración. La frustración de toda una clase media, esa que nunca vivió por encima de sus posibilidades, que se sabe a un paso de la extinción. Médicos, pequeños empresarios, autónomos, profesores, funcionarios, trabajadores por cuenta ajena; miles de personas que hasta hace nada coincidían en restaurantes, hoteles y aviones y que ahora, con la terrible sensación de no haber hecho nada malo, se citaron en la calle con la certeza de que esos pequeños lujos que les alegraban sus rutinas no están ya a su alcance.

Miles de personas que se formaron, ahorraron, se deslomaron en sus trabajos y construyeron una rutina vital basada en el esfuerzo. Sabiendo que si se comparaban con sus padres o sus abuelos solo podían concluir que eran unos privilegiados. Por crecer en libertad y paz y por poder prosperar. Pero eso solo fue hasta que la burbuja que, según dicen ahora, ellos mismos crearon aunque nunca se sintieron ni actuaron como ricos, les estalló en la cara.

Miles de personas que con agobios por pagar la hipoteca, por comprarse un coche, por ofrecerles a sus hijos más de lo que a ellos les pudieron ofrecer a sus padres cimentaron sus trayectorias vitales. Pero siempre dentro de sus posibilidades; con la sensación de que esa vida que estaban construyendo era sólida porque se sustentaba sobre los pilares del trabajo, el esfuerzo y su formación.

Pero ahora no. Los títulos, los máster, los años de trabajo no valen nada. Papel mojado cuando un ERE, o simplemente los despidos masivos llegan a tu empresa, o cuando las 24 horas del día ya no te cunden, como te cundían antes y empiezas a dejar de pagar el IGIC de autónomo porque llevas un trimestre sin ingresos.

La hipoteca que podías pagar empieza a ser imposible de asumir, como el colegio de los niños, como la cuota de la comunidad de vecinos, o la factura del móvil, como los libros que antes te podías comprar y ahora ojeas en la librería, como las botas esas, tan monas, que ves en el escaparate y que sabes que no te vas a poder comprar, ni ahora, ni en rebajas.
Pero lo peor no es eso. No es esa sensación de sentir que te han robado el dinero, la ilusión y las ganas de sonreír. Lo malo no es solo esa rabia que te inunda al leer los periódicos que hablan de rescate a la banca y, en la columna de al lado, de injusticias que solo se intentan arreglar cuando alguien se suicida.

Lo peor no es sentirte castigado cuando no has hecho más que trabajar, pagar tus impuestos, aportar tu cuota en la construcción de este Estado de derecho del que disfrutabas hasta hace poco y que ahora padeces. Lo peor no es eso. Lo peor es la impotencia, el desánimo de saber que no hay nada, absolutamente nada, que puedas hacer para que tus hijos reciban en herencia algo más que la frustración de saber que su futuro no está en sus manos.