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Lluvia> Por Alfonso González Jerez

La lluvia tiene su propio temperamento. Obsérvese la lluvia caída en Santa Cruz de Tenerife en los últimos días. No hace muchos años la lluvia era un fenómeno que conquistaba todos los sentidos. La lluvia no era únicamente un espectáculo para contemplar desde una ventana o guarecido en el portal de una casa: la lluvia era una experiencia sensorial y emocional que pasaba a ocupar un lugar definitorio en la memoria.

Se sentía en la piel, se transformaba en un sabor fresco en la boca, se infiltraba en la tierra y en los árboles y el olor llegaba a vivificar todos los rincones y llenaba todos los pulmones de un himno de renovación de la vida. Eso se acabó. La lluvia ha envejecido con nosotros. Una lluvia gris, funcionarial, una lluvia con manguitos que cumple escrupulosamente su horario, una lluvia inolora e insípida que ni siquiera sirve para despejar la peste repugnante a huevos podridos que nos ha regalado la Refinería incrustada en el corazón desfallecido de la ciudad. Una lluvia que se ocupa exclusivamente de sí misma. Una lluvia que acaba y es como si nunca hubiera pasado por aquí.

La gente, intuitivamente, muestra cierta perplejidad. En la mayor parte de los comentarios se señala que la lluvia no ha desplazado al calor, un calor impropio de finales de octubre, como ocurre ya hace bastantes años. Pero se trata de algo más sutil. Antes la lluvia parecía desempeñar una labor de limpieza a la vez física y simbólica. La limpieza que los hombres han metaforizado en ceremonias y rituales como encender grandes hogueras en los solsticios de verano bajo la advocación de dioses y espíritus.

La lluvia ahora mismo no limpia nada: cumple su contrato vertical y se despide sin una lágrima ni una sonrisa de más. Los árboles, en los parterres, siguen igual de sucios y secos y los niños no saltan charcos y no puede verse un solo gesto de satisfacción entre los viandantes por la calle.

En las Islas la lluvia, salvo cuando llegaba secuestrada por los temporales, siempre fue una ocasión para la alegría. Llover, en definitiva, era sentirse un poco más vivo. Ahora apenas se repara en la lluvia si no se trata de conseguir titulares adacabrantes, y si se la considera es para temerla como una desagradable interrupción en nuestras malas costumbres. Quizás llueva así por desdén. Por el desdén de la lluvia maltratada.