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Hizo esperar 34 años a la muerte> Por Carmelo Rivero

Cubillo miró al sicario que había intentado matarle en 1978 y ninguno de los dos sabía que él estaba a punto de morir, ahora sí, como por un efecto retardado al cabo de 34 años. Fue la última vez que lo vi. A Cubillo lo acompañó siempre una estela de vida legendaria y prohibida, a la que se habituó desde la etapa laboralista de los 60 en que su despacho lo convirtió en promotor de huelgas, anatema favorito de las dictaduras para perseguir a alguien. Y un día me contó, con aquella chanza de Cubillo, que un juez beodo lo dejó en libertad provisional, tras caer preso, sin adivinar que se iba a mandar a mudar a hacer la guerra por su cuenta.

Las ideas de Cubillo, de las que quedan resmas de artículos atadas con hilo, las memorias parciales de Trópico gris y hasta una constitución de república que sobresalta al que no es de su misma cuña, podrían ser el meollo de su vida, pero su encanto era otro. Cierto que estuvo a punto de dar la vida por defender su caballo de batalla una tarde de 1978 y que si se hablará de Cubillo en el futuro será por sus ideas independentistas. Pero en la corta distancia, el mito de Argel era un personaje incapaz de no caer bien. Yo he visto a Olarte decirle “¿te acuerdas de cuándo me mandaste a matar?” sin perder la sonrisa, y a Cubillo responderle, “¡bah, bobadas!”. Cuando volvió del exilio, gracias a su amigo Alberto de Armas y a los buenos oficios del entonces delegado del Gobierno, Eligio Hernández, se dieron un abrazo en el Mencey Cubillo y Domingo Pérez Minik. Las dos Canarias haciendo las paces, la de dentro y la de fuera, ambos en un mismo exilio interior.

La muerte ha tenido que esperarle 34 años desde aquel atentado. Hace unos días hicimos en la TVC un Envite con el hombre que acaba de morir, que ahora es un documento en sí mismo. En los ojos de Cubillo y en los de Juan Antonio Alfonso, el mercenario que lo acuchilló por orden del comisario Conesa, se percibe en el documental de Eduardo Cubillo, sobrino de la víctima, el paso de una eternidad. El tiempo todo lo borra, la vida le duró 82 años y le dio para hacer lo que le vino en gana en las correrías laguneras en Carnaval y en las ondas. Ahora que entra en la historia (la muerte así lo determina), puede decirse todo lo que se quiera sobre este guerrillero radiofónico que acuñó la bandera de las siete estrellas inspirándose en una remota enseña lagunera, sobre su fijación guanche con respecto a los godos, su africanismo, la agenda donde escribió Martín Villa junto a una equis y la admiración secreta por Cervantes y el español, del que fue lector en Argel recién llegado por gentileza de Ben Bella. “¡Ojo, una cosa es la política y otra la cultura!”, me dijo al hacérselo ver.