el salto del salmón>

A los señores jueces> Por Luis Aguilera

Tengo un poema que jamás publiqué por panfletario y que comienza con un verso que necesito con demasiada frecuencia para expresar este sentimiento de abatimiento que la sinrazón y la injusticia humanas me procuran: “Nos derrotaron, no los valientes, sino los miserables”. Estos días he tenido que aplicarlo a varias circunstancias de muy diversa naturaleza. Pero he de admitir que la de España me subleva.

España (Canarias en particular) me pertenece biográficamente como patria de adopción, más allá de los papeles. En los muchos años que allí viví, siempre tuve la convicción de que era la parte del mundo más cercana a la felicidad.

Admitiendo que, si bien se fue contagiando de la desastrosa incultura que expande el imperio, esa de la competitividad feroz y del consumo enloquecido, todavía se trabajaba para vivir y vivir era una fiesta. La buena mesa, el bar, la copa, las noches de verano, las palmas… le habían ganado a la oscuridad de parroquia en que la sumió el franquismo. Ahora, cuando veo a tantos ante las oficinas de empleo, que a mí nunca me negó, y a gente que le quitan su casa, que a mí me dio la oportunidad de tener, y que recortan beneficios esenciales, siento que los miserables han vuelto a derrotarnos.

He revisado la Constitución, los artículos 23, 40, 41, 47 y la Carta de los Derechos Humanos (artículo 25) y sorprende que semejante atropello no tenga sentados en el banquillo al gobierno anterior y al actual por su flagrante violación.

Resulta en contra de todo amparo constitucional que los intereses privados de la banca estén por encima del derecho a la vivienda.

Porque la crisis no es un asunto que afecte a un remolón, que de forma individual se resiste a pagar, sino que es calamidad pública y, en consecuencia, afecta al conjunto de la sociedad.
Y ni qué decir que se estén cercenando sin tapujos la salud y la educación y llevándose por delante otras conquistas como la Ley de Dependencia. Si el Poder Judicial no se hace cargo, habrá que admitir su complicidad en el crimen que despoja a los ciudadanos de sus derechos fundamentales.