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Bravo Lledó – Por Ana Martín

Si en algo me duele no haber nacido antes es por no haber podido disfrutar de la presencia de Emilio Lledó en la Universidad de La Laguna, uno de los lujos que ha tenido esta institución a lo largo de su historia y que, por fortuna, los canarios hemos reconocido de uno u otro modo.

En las carreras de Humanidades, siempre hay algún momento en que se habla en La Laguna de Lledó y de su especialísima y humilde manera de acercarse a sus alumnos, aquejados hasta entonces de lo que él tan inteligentemente bautizó como enseñanza “asignaturesca”.
Los alumnos de La Laguna lo conmovieron por sus ansias de conocimiento, pero, al tiempo, los sentía como compañeros de un aprendizaje común en el que el enseñante se enriquecía lo mismo o más que ellos.

Así, convirtió su cátedra ora en ágora, ora en tribuna, desde donde se sentía libre para comunicar sus experiencias, sabiendo que quienes las escuchaban sacarían algún provecho de ellas. Sin presión de exámenes, sin asignaturitis. Volcándose, literalmente, en enseñar, no ya para que quienes lo escuchaban se ganaran “o se perdieran” la vida, sino para abrirles, a través de la palabra, la inteligencia.
Tanto se le quiso aquí que algunos de sus alumnos lo siguieron, cuando abandonó la Isla, hasta Barcelona, en busca de sus enseñanzas, sabedores de que nunca iba a ser igual la clase sin el filósofo.

Él, en sus muchas entrevistas, cuando se le pregunta por este episodio, le quita importancia y lo cuenta, como si fuera anécdota o leyenda, con su sencillez habitual, obviando que ese es uno de los muchos signos y privilegios que le dan categoría de maestro, no ahora, que ya es casi nonagenario, sino desde siempre.

Lledó es un premio Princesa de Asturias que dota como ningún otro de sencillez y genuina normalidad al galardón. Y uno de los que nadie sensato discute.

Porque en este mundo plagado de storytelling a medida, de relato falso para revestir de brillantez lo que es corriente, sin necesidad de gestos grandilocuentes ni de sentencias lapidarias, Lledó es una historia real, es un racconto genuino. Y es la coherencia lo que hace creíble y asumible cada palabra que pronuncia, estemos o no de acuerdo con ella.

Cuando en una trayectoria intachable, alejada de los focos pero poniéndose bajo ellos con naturalidad si se le requiere, uno traza dos, tres, cuatro líneas de pensamiento -que vienen a ser la misma- y las mantiene, pase lo que pase y soplen los vientos ideológicos que soplen, eso es verdad. Y la verdad, tan escasa, siempre está de moda. Sépanlo, gentes que tienen el poder y quieren mantenerlo. Si en lo que ustedes transmiten no hay verdad, entonces no tienen nada. No se afanen en vestir la mentira con ropajes de gala o humildes harapos según el auditorio. Eso no les vale.

La verdad de Lledó es él mismo. Es su defensa de la memoria colectiva, de la cultura como expresión de esa memoria que hace entender el pasado y enfrentarnos al futuro. Su lucha denodada y pertinaz contra la amnesia, que, a la fuerza, obliga a cometer los mismos, cuando no más flagrantes errores. Es su apuesta vital y comprometida por la educación, como único elemento que puede salvarnos, y contra la falacia que pronuncian quienes dicen que no importa que la enseñanza privada fagocite a la pública y le coma un terreno cada vez más yermo porque “todos podemos elegir”. Lledó es de verdad porque admite que puede estar equivocado pero, con la misma convicción de que tiene que aprender, muestra explícitamente su deseo por defender sus creencias y demostrar, ante quien sea, que no se equivoca.

Y ahora, conseguido casi todo aquello a lo que un profesor de Historia de la Filosofía puede aspirar, se vuelca en los afectos y construye un ensayo en el que quiere aportar algo, por pequeño que sea, a esa búsqueda de ser reconocidos que empieza en nosotros mismos.
No quiero pecar de mitómana, pero Lledó me lo ha hecho pasar mejor con cuatro palabras hiladas desde la dignidad y la decencia que el mejor de los artistas en mi época adolescente. Más premios deberían darle, siquiera por ser normal, sencillo, en un mundo como el académico, en el que cualquiera que escribe un libro se piensa aspirante al Nobel. Sin ir más lejos, el martes pasado, un político de nuevo cuño, profesor universitario también, empezaba una entrevista diciendo “lo que me hace honesto como intelectual, me limita como político”. No terminé, como es obvio, de escucharlo, ni pretendo traerlo aquí más que para comparar modos y usos.

El intelectual reconocido no es un estúpido que desprecia a la masa por no estar al nivel y la trata de manera condescendiente. Escuchar dos segundos al falso intelectual pagado de sí mismo, al poderoso que se viste de lo que jamás será, al que se barniza de sabio no mezclándose jamás con la vida me hacen ser aún más groupie de Lledó y su sensatez eterna.
@anamartincoello