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Brit – Por Luis Espinosa García*

Cuando el grupo de senderistas salía los fines de semana, normalmente cada integrante llevaba un desayuno para tomar a media mañana al tiempo que se hacía un pequeño descanso tras un primer tramo de camino que solía ser bastante largo. Pero hubo una época en que, casi sin darse cuenta, organizaron una especie de economato, con un excursionista encargado de comprar y traer pan mientras otros mercaban lo que se pondría dentro del bocadillo. Esta sustancia básica, rica en colesterol, consistía en queso de diferentes tipos, chorizo de perro o, incluso, almogrote, así como jamón o alguna otra pasta untable, paté o guasacaca.

Aquella mañana de junio deambulaban por los pinares que rodean el cono volcánico más moderno de la región. El cielo azul, el aire fresco y las ganas de caminar hicieron de la caminata un verdadero paseo por la impoluta naturaleza.

Con el grupo se hallaba Brit, una sueca que nada tenía que ver con el estereotipo de nórdica rubia, esbelta, de curvas pronunciadas y piernas larguísimas. Era, es, una mujer de poca estatura, en cuyo último cumpleaños estoy seguro de que sumó, por lo menos, setenta. Simpática, andarina y de alegre sonrisa, fue acogida por el grupo con gran amabilidad. Hablaba, habla, nuestro idioma y aunque aún no entiende algunos chistes (especialmente los subidos de tono), capta bastante bien el conjunto de bromas y no se enfada aunque alguna de ellas le aluda directamente.

Todos juntos en perfecta armonía y dopados por la naturaleza en estado puro, con los verdes valles y oscuras lomas situados un poco a la derecha de un camino que llevaba a ninguna parte. Así caminaron bordeando lavas y pisando espículas de pinos mientras contemplaban rojas vinagreras, pálidas matas de poleos que brillaban al darles el sol con ráfagas de plata y los pequeños y aromáticos oréganos que crecían junto a los escobones de flores blancas.

Y ya, semi intoxicados por el ambiente, decidieron trepar a la primera colina que encontraron al paso. Esta vez se trataba de subir a lo alto de la llamada Montaña del Estrecho debido a que dos brazos de lava la habían rodeado, quedando aislada, o estrechada, entre mares de detritos volcánicos.

Mereció la pena. Media hora de ascenso por un camino en tirabuzón permitió alcanzar la cima; al llegar a lo alto se podía creer que habían cambiado de planeta. Podían girar el cuerpo 360º y contemplar lo que se extendía hacia los cuatro puntos cardinales. Enormes montañas a las que solo les faltaba un toque blanco de nieve; cumbres oscuras que parecían adherirse las unas a las otras; picachos solitarios, ermitaños de las alturas mirando al cielo; frondosos pinares se deslizaban por las laderas en un patinaje sin fin; llanos que en un tiempo fueron grandes almacenes de cereales, ahora resecos y llenos de malas hierbas (¿Realmente existen las hierbas malas?); conos volcánicos aquí y allá , con nombres castellanos o guanches que hacen pensar en románticas aventuras: Liferfe, Las Flores, Boca Cangrejo, Abeque…; casitas blancas que recuerdan el portal de nuestra infancia y, como arterias y venas que cubren la panorámica vista, las carreteras, pistas y veredas que, entre otras cosas, permiten al ser humano darse cuenta de su insignificancia.

Lleno el espíritu de bellas imágenes, las retinas anegadas con el caleidoscopio que se les ofrecía desde lo alto, llegó el momento más prosaico y, dejando a un lado a don Quijote, se juntaron a Sancho para dar cuenta de lo que ocupaba sus mochilas y morrales.

Bocadillos de queso, de sardinas enlatadas, de chorizo de perro, de… ¡Alto ahí! Brit, que aceptaba gustosa cualquier ofrecimiento que le hicieran, arrugó su naricilla y negó ostentosamente con la cabeza y dijo ¡NO! a la última oferta: ¿De perro?… “No”, insistió, “yo de eso no como”.

Ni la algazara que se armó a causa de una pequeña lagartija que, saliendo de Dios sabe dónde, aterrizó en la blusa de una compañera de viaje hizo que la mueca de asco en la boca de Brit se alterase lo más mínimo. Asco y pena unidas desfiguraron un tanto la perfecta simetría de su carita de gnomo nórdico. Y aquello se eternizó y provocó un malestar general.

Hubo explicaciones a granel, risas y seminarios de consulta para extranjeros. Al final comprendió pero no comió “chorizo de perro”… ese día no.

*MEDICO Y MONTAÑERO