la punta del viento

Me acosan los animales…

De niño quería ser como Félix Rodríguez de la Fuente. No me perdía ninguno de los programas de la tele de su mítica serie El Hombre y la Tierra. Me encantaban los animales y nadie mejor que Félix los ha retratado y los ha acercado a la gente. Nos enseñó a todos, a chicos y a grandes, a querer la naturaleza. Por culpa de Rodríguez de la Fuente yo coleccionaba todo tipo de libros de animales, álbumes de cromos de animales, juguetes de animales, películas de animales… y hasta hacía mis propios libros de animales recortando la fotos que encontraba en las revistas.

Además, tuve muchas y variadas mascotas: desde media docena de perros, hasta varios gatos, canarios, pericos, peces tropicales, tortugas, gusanos de seda y un pato, que mi madre me quitó, por cierto, pocos días después de traerlo a casa porque no hacía sino cagar todo el tiempo. Era muy cochino.

Félix me marcó. Recuerdo que sentí su muerte, en aquel fatídico accidente de avioneta en la nieve ártica, como si fuera la de alguien de la familia. En realidad, el suceso conmocionó a toda España y al mundo científico internacional. No por esa pérdida, sino más bien por los estudios, por el fútbol y por la inevitable edad del pavo -con todos los efectos colaterales que conlleva-, se me fue pasando aquella fiebre animalista infantil. Sin embargo, siempre me quedó en el subconsciente un resquicio de esa temprana afición perdida.

Ahora, mucho tiempo después, ya de pureta, me está pasando un fenómeno extraño que no sé cómo interpretar. Ahora siento que los animales me persiguen, me acosan; todo tipo de animales y de formas de lo más rocambolescas. Me persiguen y con malas intenciones, como si quisieran vengarse de mi olvido, de mi desprecio…

Les cuento. Mi vecino Pedro fumigó un día un panal que se le había formado bajo el piso de madera de su casona y miles de abejas vinieron a morir a mi azotea. Otro vecino -y pariente, para mas inri- tiene un palomar, cuyos inquietos inquilinos me adornan profusamente todos los días la terraza con sus plumas y excrementos. Más agradables son los intrusos que he descubierto en el pasillo de casa: una familia de perenquenes que aparecen y desaparecen como por arte de magia. Son feos, pero al menos se comen los mosquitos.

Donde sí me llevé un susto de campeonato fue en la playa de El Médano. Estaba en la orilla jugando con mis hijos pequeños y de repente sentí que algo me mordía en el tobillo. Di un brinco, agarré a mis dos hijos como pude y salí corriendo a toda leche hasta la arena… Me quedó de recuerdo una graciosa huella redondeada de pequeños dientecitos marcados como puntas de agujas. Nunca supe lo que me mordió. Un animal marino era seguro.

Otro de mis vecinos tiene dos perros grandes en su azotea que cada noche cuando llego a la puerta de casa sienten el tintineo de mis llaves y empiezan a ladrar como obsesos. Tienen un oído finísimo. La tabarra les dura después un buen rato. Despiertan a todo el vecindario. Lo más grave que me ha pasado con los animales ha sido la plaga de termitas que se ha comido ya parte de las vigas de la planta alta de mi casa. Ni con baños de petróleo he podido frenar semejante invasión. Y aún sin solucionar esa plaga casera, me apareció otra diferente en la cocina, de mosquitas de la fruta. Me gasté un pastón en fumigar, cerré la cocina a cal y canto, estuve un mes comiendo en casa de mi suegra y, cuando regresé a casa… volvieron las putas mosquitas. Aburrido, lo que hice al final fue dejar de comprar fruta y llenar la cocina de tazas con vinagre, hasta ver qué pasaba… Todavía quedan.

Mi último expediente X con los animales me pasó hace poco en el trabajo. La otra noche me avisó un compañero del extraño olor proveniente del cuarto de los contadores eléctricos. Cuando entramos encontramos a una rata del tamaño de un gato que se había electrocutado al intentar morder un cable del transformador. Allí estaba, a la parrilla… Avisé a los bomberos porque me parecía probable el riesgo de un cortocircuito y, por consiguiente, el peligro de un incendio en el edificio. Vinieron raudos los bomberos y, después de hacerle un reportaje fotográfico al hermoso ejemplar de rata frita, decidieron avisar al servicio de averías de Endesa. No se podía retirar el bicho de los cables sin antes quitar todas las conexiones eléctricas. ¡Chiquito jaleo!

La dichosa rata nos dio la noche, aunque la rápida y eficiente intervención de los bomberos y de los operarios de Endesa evitó un susto mayor. Ahora estoy en un sinvivir pensando qué será lo próximo que me ocurra con algún animalito de por medio. Ya estoy paranoico.

Por si acaso, el año que viene no voy a ir a la romería de San Isidro -los bueyes son muy grandes y muy brutos-, he rechazado todas las invitaciones al Loro Parque y, en cambio, me estoy planteado acercarme a Candelaria, que dicen que el agua bendita de la Basílica es buena para estas cosas…