tribuna

Doña Berta – Por Pedro Murillo

Se podría decir que, cuando la alegría salía a pasear, lo hacía de su mano. Profesora de incontables generaciones, en mi caso tuvo gran parte de la responsabilidad de que enfermara por la literatura. Porque la literatura es una enfermedad que no se cura, ni siquiera, con la edad. Aquella mujer alta en su cultura y de larga anatomía, tenía una voz entre dulce y cantarina. Yo me encontraba en la parte de atrás del aula y lucía un pelo ensortijado y demasiado largo. Hacía pocos meses que había fallecido su marido don Domingo y ejemplificaron ese tipo de amores irreductibles; de los de “antes de la guerra”. Aquella mujer, ante la hormonada clase de primero de BUP, abrió el libro de Machado; buscó, serenamente, la página marcada mediante una imperceptible doblez en la esquina superior, y leyó lo siguiente: “Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería. / Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar. / Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. / Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar”. Aquella clase, en la que antes imperaba la algarabía, se deshizo en un silencio casi templario. Cuando terminó de leer, aquella mujer comenzó a llorar con una serenidad inédita para aquellos ojos adolescentes que comenzaba a estar ahítos de imágenes superfluas. Aquel acto fue fundacional para mí. Pasaron los años y aquella señora seguía impartiendo literatura desde las telas de un alma que siempre entregó a los que querían acercarse a escuchar. Nos enseñó algo más que las declinaciones o anáforas, nos impartió esa gramática delicada y simple que nacía de unas manos largas como los años que soportaba su esqueleto; ese magisterio no terminó con su jubilación administrativa. Aquella mujer continuó aprendiendo como lo hacen los árboles: desprovistos de las prisas y las urgencias. De la mano de su inseparable amiga, Esther, paseaba por las calles de la Villa con una sonrisa contagiosa e inconmensurable. Me gustaba asistir a esa danza de libélulas sutiles, de paso leve y sucumbir al ritual del saludo y la nostalgia. Doña Berta ha partido como fueron cayendo las hojas de su calendario, de forma serena y silenciosa. Ha sido una de estas mañanas, machadianas, de frío algo inhóspito cuando se apagó mientras sostenía un libro entre sus manos. He visitado a su familia. El velatorio simple y familiar en un domicilio doliente. Por momentos, recordé aquel poema brutal y esperanzador de Dylan Thomas y traspasé la puerta a una calle fría; huérfano y “enfurecido con la muerte de la luz”.