por qué no me callo

Ángel Acevedo

El Teide nevado cuando recuerdas a alguien que daba calor en los actos y el trato. El volcán está debajo de la nieve. Las personas buenas no deberían morir en tiempo y forma, sino hacerse esperar, demorar ese trámite. Como las flores que nos sobrecogen entre la mala hierba y mañana ya no están para siempre donde las vimos, hay personas que faltan al día siguiente y dejan el sitio vacío con la ausencia alargada del hombre, porque todas las rosas son la “única rosa” en el verso de Juan Ramón y en este parte de bajas. Claro que los malos tienen que cumplir con su rol en el sistema de equilibrios, o sería monótona hasta la benevolencia, que tampoco es eso. Son la pimienta de la p. de la m. Pero caen siempre los mismos, las balas esas -inteligentes- clavan su acero en los ángeles de a pie con la puntería del infierno y se queda la grisalla brillando a solas. Ni tanto ni tan poco. Es una desgracia este despoblamiento de los buenos amigos, de las buenas gentes, del buen ciudadano que ya no sabemos lo que es entre tanta maleza. Ángel Acevedo era magistrado, un juez íntegro, que destacaba por su audacia ermitaña de hombre de bien, eso que llamamos un hombre bueno y decimos, ponga un ejemplo. Los héroes más comunes son los preferibles, los tenemos al lado y cuando se marchan caemos en la cuenta. Ángel Acevedo no parecía un juez cruzando la calle en mangas de camisa, tenía el look dislocado de un transeúnte discreto. No llamaba la atención. Puse el verso de la rosa, porque el secreto no está en ella sino en quien la mira y descubre que es única (todas y una). Este caso y otros nos enseñan a afinar los sentidos. Que a su lado no pase un hombre extraordinario y usted no se entere hasta que sea tarde. Ángel Acevedo era uno de esos hombres que podían pasar desapercibidos en su extraña pasantía, siendo docto en lo suyo, porque amasan la modestia con toda la paciencia del mundo. Y se ponen la toga y son jueces de una pieza. Que no tengas la ceguera de no ver delante de tus ojos al mismo hombre, con clámide o en mangas de camisa. Los buenos tienen sentido porque existen los malos, vale. Pero volviendo al principio, no deberían morir. No tanto, ni tantos. Uno echará de menos lo que le reste de vida a Ángel Acevedo. Un hombre bueno. La última conversación la sostuvimos al pie del reloj de flores del Parque. Hablamos de Justicia. Él se llevaba las manos a la cabeza. Descreía de jueces de poca monta, compañeros que afeaban el oficio con bodrios sumariales e infumables sentencias. Dictan penas de pena. Pero hay grandes jueces inolvidables en la memoria colectiva: Ángel mencionó algunos, sin citarse. Ahora citémoslo a él, que deja el sitio vacante del hombre de leyes intachable. Tenía nombre de ángel, que me es tan familiar en casa, cuyo misterio enorme es cuando se asigna y se acierta. Buen nombre para un juez. El buen juez no entiende por qué hay jueces malos, siendo oficio de elegidos, que uno los pone en el altar. Me contó aquel día anécdotas irrepetibles de jueces incongruentes, cuyas sentencias caen por el sumidero de las instancias superiores. Y contó historias de jueces irrefutables, certeros. No sé por qué a veces mantenemos de pie, como de paso, las conversaciones más trascendentales. Había mesitas al lado, pero estuvimos todo el tiempo detenidos, hablando con la prisa entretenida. Llegue a Ángel Acevedo -cuya semblanza humana la trazó de un tirón su tocayo y amigo Ángel Isidro Guimerá en El DiariodeTenerife.com desde Palermo- a través de Manuel García, hijo de quien juzgué siempre un hombre recto, justo y bueno, el abogado Manuel García Padrón, que me tuteló como un padre. Uno conoce de cerca y de lejos a mucha gente a lo largo de una vida preguntándose y preguntando. Nunca sabe quién se va ir antes o después. Pero no falla. Suelen irse primero los condenadamente buenos y humildes. Se golpeó la pierna con una gaveta en la mesa de su despacho. De esa manera distraída lo agujereó la polilla que no perdona y quedó visto para sentencia. Alguna vez en La Hierbita los tres compartimos mesa y mantel, y mucho antes me liberó de un laberinto que me quitaba el sueño. Van quedándole a uno cada vez menos puertas en que buscar respuestas, esa eubulia de los sabios condescendientes. Se van los que las abren. Los amigos, parientes, familiares y a quienes conoces de modo indirecto. Ahora mismo se ha ido Umberto Eco, cuya pista seguía por sus libros y lo que decían de él, sentado con un güisqui, conversando con la Edad Media en el nombre de la rosa, que vuelve a salir aquí. En un centro comercial compré no hace mucho su Número cero, ansioso ya desde las primeras líneas por devorar su parodia mordaz de periodismo y Tangentopoli -otra historia de jueces, por cierto-, sin adivinar que el autor de esas páginas estaba a punto de dejarnos detrás de la puerta que abría con su mano de fabulador. Manolo García me llamó y me dijo, “ha muerto Ángel Acevedo”. Entonces, es cierto que todos se van yendo por orden afectivo. Aquella vez, la última, detrás de nosotros había un reloj de flores. Ahora caigo en la importancia de ese detalle. De las cosas que se han escrito a propósito de Eco leo esta cita de su admirado Sherlock Holmes: “Cuando todo aquello que es imposible ha sido eliminado, lo que quede, por muy improbable que parezca, es la verdad”. Esto que hacemos es la verdad: recordar, revivir la memoria de seres inolvidables que apreciamos, aunque les haya llegado la hora. No importa. Siguen estando debajo de la nieve.