por qué no me callo

Blahnik y el zapato de la Cenicienta

Hay una tripleta canaria del siglo XX que está formada por Alfredo Kraus, César Manrique y Manolo Blahnik, si adscribimos caprichosamente a Galdós al siglo XIX, y sin olvidar que Blahnik, un creador superviviente en la cima a los 75, también puede reclamarnos que lo subamos al podio de esta década con todo el derecho. No en vano, que sus zapatos-joya siguen dejando rastro en la alfombra roja del siglo XXI como obras de arte en relieve sobre ese lienzo, nadie lo duda. Manolo Blahnik, del que vuelve a hablarse ahora a coro en todos los medios nacionales porque estrena libro y ultima la película documental de su vida en la piel de Rupert Everett, tira por tierra todos los cánones tópicos de su género. Ni se siente un diseñador, ni cree en la moda, ni se presta a un selfie, que ya es decir. Al periodista desinformado que se le ocurra llamarle lo primero, asociarlo a la segunda o pedirle, por último, lo tercero, se llevaría un zapatazo metafórico del ídolo de Lady Di y Lady Gaga. Los manolos no son piezas de diseño. Su autor preferiría que fueran piezas de museo y, a ser posible, del Museo del Prado, adonde pensaba ir este sábado como un adicto ansioso que padece una recaída al llegar a Madrid: una vez casi se desmaya en una exposición de Madrazo, y le creo. Así que hay que ir con cuidado (me refiero a nuestro gremio, siendo tan austero en conceder entrevistas). En Barcelona, donde acaban de rendirle un homenaje, ha desfilado su figura de Dalí introvertido, para hacerse recordar con un libro bajo el brazo de sus “gestos fugaces y obsesiones”, pues en la vida de este genio hay mucho arte, y todas las artes caben en una en sus manos cuando esculpe sus zapatos en madera de arce: las siete artes en una caja de manolos. Blahnik tiene en su poder el sincretismo de un talento polifacético exquisito que se finge en sus zapatos pasajero, porque nace para esa función y en cambio permanece en el recuerdo y existe en alguna parte, en los pies de alguna mujer afortunada que roba todas las miradas, pero ninguna se fija en ella. Desde hace ya más de 40 años consigue aunar en sus zapatos dosis de arquitectura, escultura, pintura, música, danza, poesía y cine. Cuando estudió en Suiza pisó algunos de esos terrenos: literatura y arquitectura, de modo expreso. Y después ya no paró de dibujar y hacerse célebre en el mundo del espectáculo por ayudar a crear una figura humanamente esbelta. Siempre he pensado que a más de una bailarina clásica le tienta calzar unos manolos al abrigo de un tutú. En esta ocasión, ha vuelto a recordar que es un artesano. El dibujante de zapatos que un día deslumbró en Nueva York a la diosa de Vogue, Diana Vreeland: vio sus bocetos y le dijo al joven que se ganaba la vida en Londres de fotógrafo, esto es lo tuyo, no hagas otra cosa. A Blahnik le tiene sin cuidado el ruido del mundo, vive encerrado en su taller desde niño, en su isla particular, pues nació zapatero entre plantaciones de plátanos en La Palma y el espectáculo se puso pronto a sus pies. Los tacones de aguja del ángel de la moda, como lo llama su amiga Anna Wintour (Vogue USA), son el arma punzante que pasa desapercibida en las galas de la alta sociedad, pero sepan todos los invitados que algunas damas entre ellos tienen la sartén por el mango bajo la planta de los pies. Blahnik, que había optado al principio por el Derecho Internacional, es un lince de la escena pública y gobierna los pasos de algunas grandes estrellas que lo mitifican (Madonna, se ha dicho tantas veces, prefiere sus manolos al sexo, entiéndase bien), a falta de mayor influencia en los cenáculos políticos, deficitarios en mujeres, que son sus clientas, aunque llegará el día en que un ministro o un presidente vaya a una fiesta de esmoquin y no sorprenda por eso -como sí Pablo Iglesias el viernes en los Goya tras un alarde de camisas para ver al Rey-, sino porque luzca unos manolos como Dios manda y entonces se abra la veda. Tener en los pies unos manolos es tener en las manos el mundo, dicen ellas con ínfulas. Cuando en septiembre recibió el premio Taburiente de DIARIO DE AVISOS, salió de su burbuja londinense para volver a un lugar inherente de la infancia, La Palma, donde la ausencia de la madre lo hace un huésped esporádico que apenas dice cuándo entra y sale, como si se descalzara y fuera de puntillas. Esos tres paisanos tan poco parecidos, Blahnik, Kraus y Manrique, son idénticos en la actitud, vuelan libres, como canarios cuando salen de la jaula, y son simpatizantes extraños de un mismo oficio: la belleza. Estos días de Carnaval y Goyas, pega hablar de los tres, simbólicos y terrenales, pero tan sublimes en su propuesta artística, cuyas vidas transitan o transitaron bajo una espléndida policromía. O sea que los tengo alineados en esa delantera atacante de las islas que marcan sus mejores goles en las artes, donde a veces hemos sido campeones del mundo sin levantar la voz (salvo Kraus). Ahora mismo, en este “baile de máscaras” de la ronda de pactos -vuelvo al autor de la cita, Pablo Iglesias, el más carnavalero de los faunos del 20D, aquel que habló de la “sonrisa del destino”-, a más de uno le han puesto la cara colorada como en la tomatina de las fiestas de Buñol. En la isla de Blahnik, cada lunes como hoy se las ponen blancas de polvos talco con la llegada de los indianos, que es un rito muy acorde para limpiar un Estado corrompido. En ese baile, más de uno deja el zapato olvidado para que lo elijan presidente. El zapato de la Cenicienta es el enigma del momento. Hablando de Blahnik, caemos en la cuenta de que este país sigue descalzo desde el 20D, como si no tuviera zapatos para ponerse a caminar. Y sin ellos no piensa. En la entrevista de Mábel Galaz en El País, Blahnik dice que Buñuel elegía el calzado que a sus actrices les haría interpretar mejor el papel.