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Vamos a contar verdades > Juan Hernández Bravo de Laguna

Por fin el nuevo Gobierno ha tomado posesión y, sobre todo, ha tomado sus primeras decisiones, unas decisiones de subida de impuestos y restricción del gasto que, como era de esperar, no han gustado a los ciudadanos y han permitido al Partido Socialista iniciar su andadura de oposición criticándolas en clave demagógica. Y las mayores críticas han versado no tanto sobre la subida en sí, sino sobre la pretendida mentira de los populares, que durante la campaña electoral supuestamente negaron que fueran a elevar la presión impositiva. Pues bien, más allá de la explicación oficial de que la subida se debe a que el déficit público real que han encontrado es superior al 8% del PIB, y no del 6%, como había asegurado el Gobierno saliente, y más allá del carácter temporal de la medida, lo primero que debemos hacer los ciudadanos de este país es dejar de hacernos los tontos y dejar de fingir que no lo sabíamos. A nadie, por poca información que tuviera y por ajeno que estuviese a estos temas, se le ocultaba que había que aumentar los impuestos y que, además, es una exigencia europea, una más, imprescindible para seguir combatiendo la crisis y evitar la intervención de la economía española.

Sin ir más lejos, en nuestro artículo del domingo anterior a las elecciones y posterior al debate televisado entre los dos candidatos ya calificábamos de inevitable la subida de impuestos, a pesar de que Mariano Rajoy no lo había reconocido expresamente en el debate. Y en ese momento no había analista que sostuviera otra cosa. Como ha manifestado el ministro de Economía y Competitividad, si no hubiéramos aprobado la subida Europa nos habría obligado. Que se lo digan a Grecia, por ejemplo. Porque, en caso de ganar las elecciones, Pérez Rubalcaba hubiese tenido que hacer lo mismo. Y pobre de nosotros y de España si el Gobierno no hubiera adoptado las medidas que ha adoptado. Entonces la auténtica crítica sería por no haberlo hecho.

A partir de ahora debemos tener claro que la situación económica es pavorosa, que para el año que comienza se anuncian las peores previsiones y que, probablemente, en los próximos meses entraremos en recesión. Y hemos de alabar al nuevo Gobierno por no haber insistido demasiado en la herencia emponzoñada que ha recibido y en que se ha encontrado un panorama aún peor del que Rodríguez Zapatero y su gente habían reconocido. Ésa sí que es un auténtica mentira, la penúltima del Gobierno saliente, porque es posible que los nuevos ministros todavía encuentren alguna otra.

Además, los críticos de las medidas gubernamentales han de reconocer que durante la campaña electoral los populares y su líder cultivaron la indefinición y rehuyeron pronunciarse con claridad al respecto. Es cierto que negaron la subida de impuestos en algunas intervenciones, pero muchas veces recurrieron a eufemismos y circunloquios que permitían adivinar lo que iba a pasar, y en otras muchas ocasiones lo que dijeron es que había que cambiar la estructura impositiva, es decir, subir unos impuestos y bajar otros. Y la negación absoluta de la subida de impuestos con carácter general tampoco figura como compromiso en su programa electoral ni la anunció Mariano Rajoy en su debate televisado con Pérez Rubalcaba. En definitiva, los ciudadanos de este país debemos hacer autocrítica y reconocer que un anuncio dramático de sangre, sudor y lágrimas por parte del candidato popular le hubiera restado votos, y se los hubiese restado porque somos un pueblo inmaduro que esconde la cabeza cuando se le dice la verdad.

La cuestión fundamental no radica en la necesaria subida de impuestos, sino en las características de la subida, en si grava suficientemente las rentas altas y respeta los intereses de las clases medias, la base sobre la que se sustenta toda democracia y también la española. Se trata de unos intereses no siempre respetados por los sucesivos Gobiernos, porque las clases medias tienen rentas susceptibles de ser gravadas y muy controlables, mientras carecen de la capacidad de presión y de evasión fiscal de las rentas altas.

España debe asumir uno de los procesos de cambio más intensos de la Unión Europea, un proceso que ha de implementarse cuanto antes para corregir las consecuencias de la política económica disparatada y suicida que Rodríguez Zapatero impuso en los primeros años de su mandato, hasta que en mayo de 2010 Europa y los mercados, Obama, Merkel y Sarkozy, le comunicaron que se había acabado la diversión. Fueron unos años en los que el presidente se permitió primero negar la crisis, más tarde mentir con inexistentes brotes verdes y demás estupideces, y después adoptar, una tras otra y de espaldas a Europa, una sarta de medidas absurdas supuestamente sociales, aunque, en realidad, eran todo lo contrario. En efecto, ¿cómo se pueden calificar de sociales unas medidas que destruían empleo, obligaban a cerrar pequeñas y medianas empresas, y aumentaban la desconfianza de los mercados en nuestra solvencia económica?

El problema está en que a Rajoy y a su Gobierno no le van a conceder ni los tradicionales cien días de gracia después de su toma de posesión. A Pérez Rubalcaba, por ejemplo, le ha faltado tiempo para empezar a hacer declaraciones demagógicas sobre una subida de impuestos que él sabe que era inevitable y que, de haber ganado, tendría que haber hecho igual.

En abril del pasado año escribíamos: “La mayoría de las medidas que habrá que tomar en el próximo futuro, desde las que afectan a las pensiones hasta las que inciden en la reforma laboral, deberán hacerlas los socialistas, que cuentan con la complicidad sindical. De hacerlas los populares, los sindicatos gremiales, corporativos y políticos que sufrimos en España no se contentarían con una huelga general de aliño y guardarropía como la que teatralizaron hace meses y, a las primeras de cambio, intentarían montar una buena. Por el contrario, a Rodríguez Zapatero, haga lo que haga, ya no le harán otra huelga general. En el caso de ganar las próximas elecciones, Rajoy y su Gobierno tendrían que tomar todas las decisiones drásticas e impopulares que ahora no tomen los socialistas, decisiones que, a buen seguro, provocarán un intenso rechazo social. Si Rodríguez Zapatero las adopta, el futuro Gobierno popular podría enderezar el rumbo con la menor conflictividad social posible”.

La primera verdad es que Rodríguez Zapatero no quiso adoptarlas. La segunda es que a Rajoy no le queda más remedio que hacerlo.