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País de chorizos y perros > Román Delgado

Siempre que hablo de chorizos me acuerdo de Federico el loco, un personaje indefinible e inclasificable que animaba muchas tardes y mañanas en el barrio que me vio nacer, y que, según el siempre razonable criterio de mi abuelo (el único que entonces conservaba y ya no está), era el que mejor le tenía el punto cogido al chorizo de perro y, por tanto, el que más gustosas ristras de ese embutido era capaz de producir. Federico el loco murió hace tiempo, igual que mi abuelo, Vicente el capitán, que compartió gran amistad con el choricero más apto del barrio, pese a que el apodo de aquél, como ya habrán visto, poco tenía que ver con su actividad artesana.

Federico el loco, como siempre remataba mi abuelo cada vez que se hablaba de los espectáculos circenses de éste en el barrio, era un excelente elaborador de chorizos de perro, y también una persona amigable: humilde, honrado… Sobre todo, honrado. Siempre exhibía su honradez. Lo mismo caracterizaba a mi abuelo, con sus disputas, peleas, cacerías y perras de vino y cervezas. Ambos eran hombres con apodo; ambos eran honrados. Bellas personas, que entonces así se decía; personas contrapuestas y distantes respecto a la actual ristra de nombres que difunden los medios de comunicación en jornadas encadenadas y sin punto final que se tiñen y retiñen de crisis, mamoneo, choriceo, trampas, golfería y gamberrismo, de gente con camisas muy bien planchadas y zapatos, quizás mocasines, escrupulosamente conservados, sin arañazos en el cuero ni blancos por ausencia de betún. Federico el loco y Vicente el capitán murieron en el barrio con cuatro perras peladas en el bolsillo, pero con humildad y sin deber nada a nadie. Con digno ejemplo. Ellos, desde su anonimato, desde el analfabetismo al que los condujo el régimen del maleable Francisco Franco y dentro de su país con cuatro únicas esquinas, idearon un escondrijo en el que conservar lo más valioso: la humildad y la honradez. Esto, que parece tan sencillo y que puede ser objeto de hasta un premio (mucho más como hoy se han puesto las cosas), es lo que no han sabido hacer nombres con apellidos de este país que hoy están en boca de todos, para mal, para muy mal. En esta ristra de chorizos de perro, ya ácida, hay nombres de pila con mucha negrita: Iñaki, Carlos, Rodrigo, Miguel Ángel, Jorge, Yeray, Jaume… Son de Madrid, de aquí, de allá, de la burguesía, del colectivo de funcionarios públicos, de la jet set, de la política… En fin, gente con dinero, gente, que, como dirían Federico y Vicente, “¡qué necesidad tienes de hacer eso!” Claro que ninguna, pero… Y esta es una de las enfermedades que padecemos. Ah, y la sobrevenida de la señora que, con no más de 45 años y en un día de calor de quédate en casa, se mete a hurgar en el contenedor de una calle céntrica en busca de comida, y se le pone cara de contenta cuando logra al fin dar con un envase de chorizo cantimpalo ya caducado, pero poco. Y es que la vida se les va a algunos con una ristra de chorizos enfrente haciendo de las suyas. Eso, Federico; eso, abuelo Vicente; eso, Juan Cuca; eso, taxidermista Höller. ¡Estos no son chorizos que quitan el hambre! Vergüenza de país.