Decía Manuel Jabois en una entrevista que el primer deber del columnista es pasar de los lectores. “Creo que de los lectores hay que pasar y dedicarse uno a estar satisfecho consigo mismo y su trabajo (…). Cuando firmas una columna lo normal es que algunos lectores te quieran separar las patitas para mirarte el sexo y ver de dónde vienes. Hay quien está acostumbrado a leer para que se les dé la razón y eso no está mal, porque cada uno lee el periódico como le conviene”.
Es difícil decir esto en los tiempos que corren. El lector, transformado en cliente, siempre ha tenido la razón. Antes uno escribía sin tener una idea precisa de hasta dónde llegaba su público. Podía publicar en un periódico de ámbito local con la esperanza de que unos cuantos lectores se detuvieran en su espacio y se percataran de las motivaciones que estaban depositadas en ese pequeño texto. Las redes sociales han transformado este proceso: no es que hayan acercado al periodista hasta ese público difuso, es que han favorecido el linchamiento online.
Es curioso que de manera paralela estemos siendo testigos y partícipes de la próspera vida de Twitter, una red social que, grosso modo, funciona como un catálogo de recomendaciones. Seguimos a aquellas personas que tienen algo que ofrecernos, que son capaces de filtrarnos la información. ¿Por qué? Decía el filósofo Zygmunt Bauman que la experiencia le había demostrado que el exceso de información es peor que la escasez. Y lo asegura alguien que vivió la censura de un régimen comunista. Por eso necesitamos depositar nuestra confianza en aquellos que tienen el conocimiento y la perspectiva necesarios para seleccionar por nosotros, para hacer la indispensable criba para la que no tenemos tiempo. El problema de todo esto es también su virtud: nos permite elegir a los narradores de nuestra realidad. Vivimos en el mundo que creemos que existe, pero, ¿es de verdad?
Manuel Jabois contaba, en la misma conversación, que un día se encontró con un amigo que había sido padre. A muchos de sus amigos les había ocurrido lo mismo por aquella época y no recordaba si había tenido una niña o un niño. Y le daba mucha vergüenza preguntar. Cuando su colega se apartó del carrito un momento aprovechó para asomarse un poco al pañal y ver qué había. “Imagínate la zozobra del padre cuando me descubrió con la mano allí. Pues eso mismo me ocurre a mí cuando me quieren ver el carné que por supuesto no tengo”. Los lectores deberían pensar que, muchas veces, son ellos los que necesitan, a toda costa, identificar a los de su bando. No les gusta que haya gente que no se sube a un barco. Simplemente porque no saben qué hacer con los inclasificables. Y, sin embargo, ellos son los que más tienen que ofrecer.