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Mateo Leví > Luis Ortega

En 1964, en el estreno de su más extraña y polémica película, Pier Paolo Pasolini (1922-1975), ateo, homosexual y comunista declaró porque, entre los cuatro evangelistas canónicos, eligió a Mateo Leví, o Leví de Alfeo -por ambos nombres se le conoce- “porque retrató a un hombre de carne y hueso que, además de ser Hijo de Dios, afrontó y padeció todas las circunstancias que le tocan a un ser mortal”. Desde este rincón coincido con la opción del cineasta e intelectual más reconocido de su generación y, casi medio siglo después, repaso sus opiniones sobre Jesús de Nazareth y me emociono ante el casting de personas de la calle con la que realizó su obra maestra. Hoy entra el otoño y, un correo de un compadre italiano, me envía imágenes de la fiesta del publicano y recaudador de impuestos en Cafarnaun, que lo dejó todo para seguir al Nazareno. Se celebran en la bella ciudad de Salerno, en una suntuosa catedral de cuádruple pórtico, erigida entre los años 1080 y 1085. Allí reposan sus restos en una sencilla tumba, que custodia dos urnas con los restos; sobre ésta, se construyó un vistoso monumento rematado por un baldaquino de mármol, adornado con los escudos de la Casa de Borbón. En la llamada Sala del Tesoro se guardan, además de joyas para uso litúrgico, una serie de monumentales esculturas que representan a todos los santos vinculados a la histórica urbe por razón de nacimiento, predicación y muerte. Cada 21 de septiembre se organiza una solemne procesión con todas estas imágenes y con una preciada reliquia del evangelista: su incorrupto brazo derecho, depositado en un artístico relicario y uno de los elementos de visita obligada para cualquier fiel o turista, sin prisa y con curiosidad. Representado en la iconografía con la figura de un hombre, tiene su más famosa alegoría en una gran tela de Caravaggio. San Mateo predicó durante quince años en Judea, donde según sus hagiógrafos, escribió también el Evangelio con el propósito de hacer coincidir en Jesús todas las profecías sobre el Mesías anunciado. También se le situó en Etiopía, donde fue martirizado, mientras versiones lo localizan en Hierápolis, Partia. Desde el año 110, Papías atribuyó la narración al antiguo publicano, que la redactó en arameo y, poco después, se sumaron a esta opinión Eusebio de Cesarea, San Ireneo de Lyon, Clemente de Alejandría, Jerónimo de Estridón y el propio Orígenes.