fauna urbana >

Milagros > Luis Alemany

Resulta enternecedor leer que el pregonero de las Fiestas del Cristo de este año declare fervorosamente que aquella sagrada efigie le curó el asma en su juventud, porque cuando se le declaró decidió acudir a esa ciudad (cuyo índice de humedad suele superar el 50%) a rezar al Redentor y a visitar la consulta de Enrique González, uno de los mejores médicos canarios de aquella época: de tal manera que al poco tiempo sanó, sin que uno -desde su agnosticismo- tenga demasiado claro quién de los dos (El Cristo o don Enrique) pudo haber contribuido más en tal curación; aunque no cabe ninguna duda que el fanatismo pudiera establecer incontestables órdenes de pretericiones.

Cuando yo terminaba mi Bachillerato, en el colegio de San Ildefonso, un alumno que lo comenzaba tuvo un problema grave en una pierna, por el que los médicos lo habían desahuciado, a partir de lo cual su madre -fervorosa creyente- lo encomendó a Fray Martín de Porres, y se curó, en un supuesto milagro que le valió al negrito de la escoba unos valiosos créditos hacia la santidad, en la que hoy ya se encuentra: por más que no puede uno por menos de pensar -desde su escepticismo- que en ese proceso curativo intervendrían algunos profesionales de la Medicina, que pudieron corregir negligencias, deficiencias o errores de los profesionales anteriores. No se trata -claro está- de establecer un bastardo litigio entre la espiritualidad y la ciencia, sino de tratar de poner a cada uno en su casa y a Dios -y nunca mejor dicho- en la de todos.

Los milagros -en última instancia- pertenecen al territorio de la estricta subjetividad, tanto de quienes los reciben, como de quienes los valoran: la Iglesia Católica (sancionadora referencial definitiva) ha sido -por lo común- sumamente generosa con sus decisiones al respecto: desde la Sábana Santa de Turín hasta la resurrección de Lázaro (¿pudo ser catalepsia?), sin olvidar los lignum crucis, cuya totalidad supondría la tala de varios bosques canadienses: en última instancia, no deja de resultar simpático que el primero y el último milagro de Jesucristo sean etílicos: las bodas de Caná y la Última Cena.