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Catalina de Salazar – Por Luis Ortega

El supuesto y aireado hallazgo de sus restos mortales agrega un nuevo interés y un incentivo de actualidad a los numerosos homenajes que, en estas fechas, se rinden a Miguel de Cervantes; solemnes, como la entrega del prestigioso premio que lleva su nombre en la vieja Universidad Complutense a Juan Goytisolo, ganador de la edición de 2014; y repartidos por las vastas geografías de la lengua y la cultura castellana. El éxito inicial de la misión arqueológica y forense -pendiente de nuevas verificaciones- y el IV Centenario de la publicación de la Segunda Parte del Quijote alumbran la azarosa existencia y la obra ejemplar del escritor alcalaíno.

Por voluntaria licencia, hoy extiendo el foco hacia la mujer que durante tres décadas le acompañó, compartió fama, poca salud, enfermedad y pobreza -porque nunca fue holgada su bolsa- y que aún hoy, entre los huesos indeterminados de la cripta de las Monjas Trinitarias, permanece a su lado. Catalina de Salazar y de Palacios (1565-1626) nació en Esquivias y, tras un breve noviazgo, contrajo matrimonio en ese pueblo toledano con el Manco de Lepanto, que doblaba su edad y la fascinó con los episodios de su estancia en Italia y su prisión en Argel. Según cuenta su único y esforzado biógrafo, a la joven no le gustaban las labores domésticas ni tenía el más mínimo interés en aprenderlas; pero, contra la costumbre que hace ley, leía y escribía correctamente, sabía de números y dominaba el latín, enseñado por un tío clérigo junto a otras disciplinas; tenía ideas propias y acusada personalidad, “con una una interpretación de la moral sumamente liberal e increíble para la época.

El zamorano Segismundo Luengo, narrador prolífico y secretario que fue de la Hemeroteca Nacional, enriqueció y alegró la bibliografía cervantina con un relato -Catalina Esquivias, memorias de la mujer de Cervantes, Sial, 2003- que, entre el rigor de la documentación histórica y el pulso novelesco, nos ofrece un sugestivo retrato de la fiel compañera del Príncipe de los Ingenios, al que perdonó sus sospechosas ausencias, los olvidos de los deberes familiares y las ligerezas en la administración de los caudales públicos que le acarrearon reclusiones, disgustos y afrentas.

A la imaginación e inteligencia, al arrojo juvenil y la senil flaqueza, a la fidelidad al oficio y la poca maña para hallar fortuna, como freno y remedio de posibles y mayores males, Cervantes opuso, a una mujer, ciertamente singular, que nunca le dejó solo.