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Cuando éramos felices e indocumentados – Por Carmelo Rivero

Este domingo cumplía 74 años Bob Dylan, premio Príncipe de Asturias de las Artes en 2007. El tiempo… En la terraza del Hotel Mencey, recuerdo a Emilio Lledó, Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2015, disertándonos en pocas palabras sobre el tiempo o sobre las palabras que marcan el tiempo en el reloj del lenguaje. La palabra civilización y la palabra islam definen épocas antiguas y actuales. La palabra democracia, la palabra votar cuentan la historia de entresiglos de este país. Lledó huyó de la palabra sabio; dijo que la vejez “lo que te hace es más crítico”.

Y que su tiempo discurría entre libros, camino de los 90, como si tuviera veinte años menos, con esta receta a mano: “trabajo mucho y pienso mucho”. Y esa era su manera de pasar el tiempo. Tenía la sensación de tener mucho tiempo en la cabeza, como tenía muchos libros en la biblioteca de su memoria y de su casa. “Son los libros de mi vida, me quedo mirándolos y veo mi vida en ellos, que a veces me dicen, ¡oye, hace tiempo que no nos tocas!”. El poeta Dylan elige las palabras de sus letras, pero la música es el tiempo de las canciones, el tic tac de los sonidos dice la hora, y la edad que tenemos está en las canciones que escuchamos. A mi mujer le gustan las canciones de Bruno Mars, un pujante intérprete pop norteamericano de origen latino que recuerda a Michael Jackson; lo escucho, lo veo bailar en la Super Bowl y me regresa a Jackson como si rompiera en la tele esa tela finísima entre hombres vivos y muertos, y el tiempo, todo, fuera un mismo ir y venir, una eterna canción de ficción. Como en Proust (En busca del tiempo perdido), las canciones nos traen recuerdos de momentos y experiencias, contra amnesias y paramnesias. La magdalena de un tiempo congelado en los libros de Lledó, en las canciones de Dylan, en la música póstuma de aquel joven hipocondríaco que se cubría la cara con la mano bajo el sombrero y las gafas oscuras tras aterrizar en Los Rodeos, hace más de veinte años, para cantarnos en el muelle como si nunca fuera a morir ni envejecer. El tiempo quieto en las ruinas de Palmira, Patrimonio de la Humanidad, la ciudad caravasar de la Ruta de la Seda en el desierto sirio, cuyas piedras se tambalean ahora bajo la bandera negra de los rebeldes islamistas.

El tiempo se adensa a veces y parece detenerse en sí mismo, cuando nos creemos interminables. Dylan vive, Jackson murió. Han pasado volando los años que tenemos, los de la generación beat y los de la democracia, ya casi cuarentona. Hay cierta vejez prematura en las marcas de la piel del sistema político de nuestro tiempo. Los partidos, antes recios y perennes, ahora se nos antojan volátiles, como si tuvieran los días contados. Ayer votamos con la desidia que da el paso del tiempo. No deberíamos acostumbrarnos a nada, mucho menos a votar porque sí, se acomoda uno a no pensar, lo contrario del menú que nos brinda un epicúreo Lledó, ahora mismo el mejor filósofo de la felicidad. Votar era el sueño y la utopía de generaciones precedentes que anhelaban esta última, la felicidad de ser libres; no deberíamos olvidarlo ahora que lo hacemos con dejadez en este 2015 ebrio de elecciones que van dando tumbos. Votar es un acto ilusionado que no admite cansarse de antemano. La Transición era emocionante, un tiempo de canciones, de cantautores que idealizaban a Dylan, cuando consumábamos el acto con lujuria, con locura y lucidez. Votar como si amáramos locamente, localmente. Acostumbrarse a votar porque toca es ver pasar con bastón a una señora encorvada con una urna, la democracia, que nos mira. La libertad no debería cumplir años ni envejecer. Aristóteles decía que “el tiempo es la medida del movimiento, según el antes y el después”.

En esto albergo la nostalgia de cuando votaba entonces, antes, a cuando lo hacemos ahora, después, con descreimiento y pena. El año es largo, seguiremos votando… Pero ¡el estado de ánimo! Urge recuperar el estado de ánimo a la hora de votar. Conozco a personas longevas que sonríen sin batirse en retirada, venciendo la desgana que el tiempo va sembrando a su paso. Son felices, ya lo creo. Como don Emilio, que celebraba el premio esperando la decencia en la puerta de un domingo electoral en su país.