por qué no me callo

Entrevista a Saramago en su casa de Tías

Cuando la novela acaba empieza la novela fuera del papel. Con la vida del autor pasa lo mismo. El jueves 18 se cumplieron cinco años de la muerte de José Saramago. En la casa de Tías (Lanzarote), a mediados de los 90, poco después de su llegada a la isla para residir durante 17 años hasta el final de su vida, me recibió para hablar de su obra cuando al escritor portugués ya lo seguía una corriente de fans que adoraban sus novelas y entrevistas, su sintaxis oral. Decía cosas que hacían pensar y escribía parábolas inteligentes acerca del hombre sobre la tierra quemada. Era un buen taxonomista de la sociedad y un gran observador; le salían frases redondas sobre problemas sociales acuciantes y aquella vez me confesó que sus amigos de Lisboa, viendo el éxito de sus declaraciones, le previnieron -cuando aún no había recibido el Nobel- que a ese paso el escritor podría quedar eclipsado por el gurú. En los noventa, Europa -y en ella, España- ya daba tumbos, las democracias pedían árnica a las jóvenes generaciones antes de que, mucho después, los indignados decididos a indignarse se indignaran en las plazas y de que, hace cuatro años exactamente, se pusiera en pie el 15 M, que dio este vuelco al mapa electoral el mes pasado. Aquel Saramago deliberado y mediático -la saramagomanía a que me refería- me contó los pasajes que describen a un niño rural y pobre hasta que se hace hombre y célebre. Acababa de publicar Ensayo sobre la ceguera (por cierto, me dijo: “Nunca permitiré que la lleven al cine”, y al parecer cedió a la versión de Meirelles en 2008 el día que se cansó de decir no) y aún estaban por salir de la cocina a fuego lento de la isla novelas memorables que hoy releemos (Todos los nombres, La Caverna, El hombre duplicado, Ensayo sobre la lucidez, Las intermitencias de la muerte, El viaje del elefante y Caín: “La historia ha acabado, no habrá más que contar”, así se despidió en su última novela de modo premonitorio). Lanzarote le trajo suerte, le dieron el galardón sueco. Lo fue a ver Carlos Fuentes (que nos dijo aprensivo: “No me imagino viviendo bajo volcanes.”) y Juan Cruz, que lo captó para Alfaguara publicándole un libro de cuentos (Casi un objeto) cuando le daban largas en su país, lo mimaba como a Günter Grass, en la estela de los editores norteamericanos que protegen a sus autores como si fueran de la familia. La entrevista que le hice a Saramago viajó a México para que la difundiera en la tele Sealtiel Alatriste. Saramago pisaba fuerte desde la isla donde izó aquella metáfora de exilio y desaire al continente, cuando el gobierno de Portugal -país laico- vetó su novela El Evangelio según Jesucristo al Premio Literario Europeo por ofensiva hacia los católicos. En esta semana del quinto aniversario de su ausencia, el mismo jueves, la prensa publicó la encíclica verde del papa Francisco, Laudato si (Alabado seas), seis capítulos de 191 páginas que parecen consensuadas por Bergoglio con el fantasma de Saramago -que era como invocaba a sus amigos favoritos fallecidos-. La gran banca transnacional suplanta a la política y esa usurpación del poder degrada al medio ambiente, advierte Francisco como antes hiciera Saramago, que detestaba la hegemonía desvergonzada de las finanzas sobre el cándido sistema democrático. “El gemido de la hermana Tierra se une al gemido de los abandonados del mundo”, escribe el argentino y tiene el aroma del portugués. Claro que pienso que los dos habrían sido buenos amigos, de haberse conocido. En la casa, que hoy es museo por donde pasean los turistas entre los recuerdos personales del escritor, aquella vez de mi visita no estaba Pilar del Río, la esposa y traductora, y él nos ofrecía café y acomodo junto al jardín, que ahora guarda todas sus miradas. Se quedaba contemplándolo extasiado. Alguna vez vi esa mirada en otro escritor, delante del mar, en la Avenida de Anaga. Gilberto Alemán -tan saramaguiano en sus pronunciamientos- decía entonces, sentado en el Montecarlo a la hora mañanera de la manzanilla, que buscaba con la vista a la isla de San Borondón, y tomaba un trago de güisqui guiñando el ojo: “Que me busquen allí cuando no esté”. El 31 de mayo hizo cuatro años de su partida. Saramago censuraba al regazo que rechaza al otro. El inmigrante. “La indiferencia de la globalización”, que dijo el papa en Lampedusa -donde los náufragos se aferran a las almadrabas-, parece haber decidido que las pateras y los cayucos vuelvan ahora a Canarias, tras el blindaje de la valla de Melilla cubierta de concertina, en la sirga imaginaria de las rutas mediterráneas. Juan Marichal, coetáneo en la muerte de Saramago -en agosto hará cinco años de la suya en Cuernavaca, México- decía que al canario le faltaba conciencia de lugar. Las pateras y cayucos nos recuerdan el sitio. Todo apunta a un inminente déjà vu, de bienvenida a sus señorías que mañana toman asiento en el Parlamento. “La historia da vueltas y vueltas y vueltas y acaba por llegar al punto donde empezó”, dijo Saramago, que en la caricatura que le hice tras el encuentro, mira a un punto remoto fuera del papel.