Elfidio Alonso Rodríguez, padre del director de Los Sabandeños, solía decir que el grupo que ahora celebra bodas de oro estaba “saturado de elogios”; le costaba encontrar uno nuevo con que resaltar algún mérito menos reconocido. La Casa del siglo XVIII sede de su museo, en la calle Capitán Brotons de La Laguna, almacena el alma de Los Sabandeños. No está en las objetos, las fotos y carteles y portadas de discos, que conforman el retrato sepia del mejor grupo musical canario de la historia, sino en la atmósfera de los recuerdos intangibles, en la fantasmagoría de los sabandeños ausentes que dejaron sus voces en el microsurco, en Dacio, Mena, en Quique Martín, al que imagino trajinando en el taller de los instrumentos, componiendo las piezas sueltas de un timple, tocando el tambor sahariano de piel de camello y tronco de palmera y el sonajero brasileño de quijada de burro, y el sitar y el violín centenario, distraído con tanta organología cuando el último turista y el último alumnos de la escuela musical de la Casa la dejan a solas con los sabandeños póstumos que nunca mueren. La Laguna y Los Sabandeños se adecuan como el guante a la mano, respiran a Viera y Clavijo a la vez, a América, a Cartagena de Indias, al alisio de la Ilustración que trajo aires renovados de Europa y al guanche que vino de África a quedarse. La Casa es un caravasar de mestizajes musicales, literarios, culturales entre continentes. El Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias nos dijo cuando éramos adolescentes y vino a conocer la cuna del hermano Pedro, que en su país ya era santo de antemano, cuánto se parecía esto a aquello y aquello a esto. Y en una servilleta escribió de puño y letra: “Escuchando en esta noche maravillosa de Tenerife, en la que uno siente todo el calor de América y todo el olor de América, escuchando a Los Sabandeños -a Los Sabandeños, repito- he podido comprobar, y compruebo, que la literatura nuestra está muy pegada a la canción… Que las canciones nos sigan ayudando…, porque mientras no nos libertemos, necesario es cantar”. Esas canciones fluyen en el Atlántico, que da título al próximo disco, una amalgama de morna y América, de Cesárea Évora de Cabo Verde y Maxorata, o La Graciosa y la canción homónima, Atlántico, compuesta por Benito Cabrera. Elfidio Alono decía ayer en este periódico que Canarias ha hecho justicia a Los Sabadeños. Sin embargo, España no, la España institucional, otra cosa es la proverbial ascendencia de los de Sabanda entre el público y las tunas de la Península: en Mula (Murcia), irrumpieron ante ellos una noche, en una actuación, Los Parrandboleros, antiguos tunos, con timple y contrabajo (a este Los Sabandeños lo introdujeron en su día, como factor de afinación, en contra de los puristas). La desmemoria española hacia su mejor contribución colectiva al mundo musical hispanohablante es palmaria. Los Sabandeños se han visto más correspondidos en Latinoamérica (fui testigo de su convalidación en Cosquín, en Argentina) que en la Europa latina, como si a ojos comunitarios el hinterland natural del grupo fueran unas islas muy americanistas de por sí. Hermoso los llevó, con buen criterio, a cantar al Parlamento Europeo, al corazón de la UE, y la experiencia (como sucedió con Juanes) remueve las musas de la política, que, como bien dice el director de Los Sabandeños, debe a los cantores una parte alícuota de la voz de la Transición en España. En el caso de Grecia, que ahora está al fuego, lo verifica Mikis Theeodorakis, que musicó a los poetas de su país y se enfrentó a los coroneles. A Los Sabandeños les falta que Europa los haga también suyos. Hacer la gira europea del folclore a los países miembros, llevándoles de vuelta El Canario que los guanches exportaron en su día a los salones de la Corte del Viejo Mundo, “bailando elegantemente”, como dijo de los palmeros herederos de la danza el hispanista francés Claude Couffon. Los Sabandeños deberían tener la oportunidad de ponerle la manta esperancera a Merkel y Hollande, a Juncker y Draghi, a los amos de Europa. Tiene Elfidio el sueño de cantar en la ONU. Y yo pienso que no es un sueño imposible. El día que se suban al estrado de la sede de Nueva York, ante la Asamblea General, podrán cantar en nombre de muchos pueblos y del nuestro propio, que somos atlánticos y punta de lanza de Colón. Podrán estrenar una canción a la declaración universal de los derechos humanos y de los deberes humanos, como pedía Saramago. Y estarían encarnando el espíritu de Atahualpa Yupanqui y Sebastián Ramos, de Víctor Jara y Beneharo de la Cantata del Mencey Loco, de Mercedes Sosa y nuestras Olgas y Mulet, y de los cantautores canarios y la Nueva Trova en tiempos de desbloqueo y reconciliación entre Estados Unidos y Cuba, y ponerle la manta a Obama y a Raúl Castro, como ya se la puso Fidel. Nada es imposible. Los Sabandeños creen en las casualidades, son producto de un balance favorable del azar que dura 50 años como 50 siglos, en la feliz hipérbole de Elfidio. La suma del talento de Benito Cabrera abunda en esa buena estrella y el destino les sonríe. Si Elfidio Alonso se hubiera exiliado a Venezuela, por culpa de un Consejo de Guerra, como pensó hacer, o la hubiera guiñado en la curva donde sufrió un accidente nada más nacer el grupo, ¿de qué historia estaríamos hablando? ¿Habríamos escrito el libro Los Sabandeños. El Canto de las Afortundas, hace ahora veinte años?
El Canto de las Afortunadas publicado por Carmelo Rivero →