por qué no me callo

La cólera de agosto

“Voy, duro de pasiones, montado en mi ola única”, cantaba Pablo Neruda mucho antes de esta horda machista en la era feroz de un yihadismo contagioso, que se cobra los cuellos núbiles de las niñas y clava el puñal en el mapa de la expareja fijando sus dominios territoriales. Es como en los vídeos censurados del califato, pero menos desafiante para nuestra mentalidad bajo la especificidad de violencia de género, que es un saco dantesco que uniformiza estos odios con su epígrafe y los clasifica con una apariencia vejatoria pero familiar. Cuesta hallar un miligramo de diferencia en la balanza del ferragosto negro, entre las decapitaciones del Estado Islámico y la ola de degüellos en la España profunda que sigue anclada en la página horrísona de Puerto Hurraco: la mujer guillotinada en El Rubí a manos de su hijo adolescente con arma blanca, o el padre que amaba a los perros en Pontevedra pero rebanó las cabezas de sus dos hijas con una sierra radial, y el psicópata musculado detenido en Rumanía que enterró en cal viva en Cuenca a su exnovia y una amiga, un crimen con guión de muerte lenta por asfixia con presumible estrangulamiento que prolongó la agonía de, al menos una de las víctimas, durante más de cinco horas. Muchas veces el monstruo se disfraza bajo el verso inocente del poema: va, duro de pasiones, montado en su ola única, en su cólera. Es del género barbarie, que se adueña de la crónica de sucesos con una profusión sin precedentes en los medios de comunicación tradicionales y digitales. La televisión adocena esta mesnada de asesinatos brutales, que en tiempos de la periodista decana del gremio, Margarita Landi, merecía lupa y bisturí para hurgar hasta el tuétano. La caja tonta maneja cada nuevo episodio sin tiempo de cerrar el culebrón precedente. Aborda el cínico paternalismo de David Oubel, paseando con sus hijas menores por el pueblo la noche del crimen, horas antes de poner la música alta y cortarles el cuello con la rebarbadora que había comprado en la víspera por 60 euros. Matar a las niñas para vengarse de la madre separada fue el argumento del filicidio de Córdoba a cargo de José Bretón, que investigó Pedro Hernández Guanir en Los pasadizos secretos de la mente. La tele acumula los sumarios y la audiencia somatiza cada chute de violencia doméstica, que se añade a la terrible conciencia, vía telediario, de que este es un mundo cruento de lobos solitarios que salen debajo de las piedras. Margarita Landi era una rubia periodista que fumaba en pipa y conducía un coche descapotable. Sabia de criminología más que la policía y daba consejos a cambio de información: cultivaba las fuentes. La edad no le permitió conocer esta época intensiva del mal llamado crimen pasional, “montado en su ola única”, pero en El Caso de los años 50, del editor Eugenio Suárez, dejó reportajes de una bestialidad preceptiva escritos a la sanguina. Cuando en 1991, a Santa Cruz se le atraganto el Carnaval porque Dámaso estaba suelto en el monte, armado, y sediento de sangre tras matar a dos senderistas alemanes, no se hablaba de otra cosa en prensa, radio y televisión. Fui a ver a la mujer de Dámaso Rodriguez, El Brujo, y le propuse hacer un llamamiento por radio al prófugo para que se entregara, pero el destino prefería que fuera abatido a balazos en su escondite por las fuerzas de seguridad, tras sembrar el pánico un mes. A veces, los sucesos recobran su vieja jerarquía periodística. Ahora mismo, este agosto de rayos y truenos se caracteriza por tanta sangre derramada con las altas temperaturas, el bochorno y las tormentas. Este agosto de Alan Poe reclama a Margarita Landi, que murió octogenaria en una residencia de ancianos de Gijón, con principios de alzheimer, bajo una nebulosa de recuerdos de sus años de gloria en la boca del lobo como una heroína de novela negra. Habría indagado en el fenotipo reincidente de un devorador como ese Sergio Morate, en Cuenca, repudiado por su propia familia, que acabó con sus presas como el cazador del león más bello de Zimbabue. O el doble crimen de Castelldefels, con una semana de diferencia, en que un agresor apuñala y mata a una mujer con un machete en la calle y un matrimonio y sus dos hijos presentan heridas por disparos que les causaron la muerte, sin duda obra del padre, hallado en el sofá con un tiro en la cabeza y una pistola junto al cuerpo. En la trastienda del periodismo está el suceso, que es obseso, la tragedia de la noticia, que es su base nutricia y la dieta diaria de miedo que todo medio ha de administrar a la sociedad de un modo inconfesable. Esta verdad de oficio, con las similicadencias debidas, es irrebatible. El amarillismo del suceso siempre fue un gancho eficaz en prensa, y eso que yo defiendo y aliento prosas como la de Tinerfe Fumero, y busco en la hemeroteca (ahora en la Wikipedia) los casos de vesania con resultado de muerte en la isla, como el crimen de los alemanes, en los 70, cuando yo tenía 13 años, y pasaba por la calle Jesús Nazareno con los ojos clavados en el número 37, ya enfermo de esta viciosa manía de contar lo que pasa. Como le pasaba a Bernal, que, entre la epilepsia y la dipsomanía, no perdió la costumbre hasta su muerte de llevar en el bolsillo un fajo de fotos de quinquis por si uno de ellos era, de pronto, noticia.