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Alejandro Ossuna

Por segunda vez -la primera se incluyó dentro del programa del V Centenario de la fundación de La Laguna- la pintura de Alejandro Ossuna refresca la memoria de quienes conocen su existencia y su voluntariosa y circunstancial dedicación al arte, y sorprenden a quienes, de pronto, descubren las telas y cartones de un amante del paisaje natal que tiene, precisamente en el amor, su mejor activo. Tanto en el último quinquenio del siglo XX -Paisajes de identidad fue su título- como en el tercero del XXI -La poesía del paisaje- la literatura es el medio de aproximación a la obra de un lagunero notable, miembro de una familia acomodada, con casa solariega en Aguere y propiedades rurales repartidas por el macizo de Anaga y los términos de Güímar, La Matanza y Los Realejos. Alejandro Ossuna Saviñón (1811-1887) aprendió los rudimentos plásticos con el maestro Lorenzo Pastor y Castro y coincidió con una granada generación de artistas, literatos e intelectuales que se movieron entre la pulsión romántica, el encendido apego al paisaje y la cultura locales, y los influjos de las grandes corrientes estéticas que, con patente europea, llegaron entonces al Archipiélago.

En su caso, sus óleos y acuarelas nacieron con propósitos concretos y quizás por ello, permaneció ajeno al debate entre lo local y lo universal, entre el testimonio y la creación, entre el documento y el arte. Sus telas y cartones se concretan en el reflejo de los paisajes vitales, la Vega, entonces intacta, y con los vivos afanes campesinos; el amable llano, cerrado y custodiado por el Teide, el leviatán domado y, en sensu contrario, la cuadrícula urbana animada por las torres; los escenarios cotidianos y, por analogía y contraste, los encuadres de otras islas; y las fincas y haciendas familiares. La ilusión, como virtud y, si se quiere, como sentimiento patriótico, redime sus intenciones documentales, disculpa la medianía de su técnica y lo transforma en un personaje estimable de aquel rico anaquel decimonónico donde lucieron las primeras expresiones nacionalistas. Su ordenada y apacible vida, marcada por su condición de concejal de su pueblo (“un honor al que no se puede sustraer ningún caballero”, como contaba el amigo Domingo de Laguna), su extensa lista de amistades coetáneas y simpatías actuales y su entusiasta y graciosa obra (en gran parte propiedad del consistorio) suman la piedra sillar del museo municipal que San Cristóbal de La Laguna, Patrimonio de la Humanidad, merece y necesita.