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Barranco de Las Lajas – Por Luis Espinosa García

De nuevo, con la mochila a la espalda y con la mente y el corazón bien dispuestos, vamos a intentar recorrer, en pocas líneas, otro barranco tinerfeño. Inciso: estos lugares no se leen, se patean, se admiran y se recuerdan el resto de tu vida si tienes un mínimo de sensibilidad y de cariño a la naturaleza. Curiosamente, pero igual que en los otros, este barranco se puede subir o bajar. Misterios de la topografía isleña. Pero esta vez quiero hacerles sudar y vamos a trepar desde San Roque, en la bella y tranquila Vilaflor de los almendros y el queso blanco hasta el Parque Recreativo del Barranco de Las Lajas. Pronto encontraremos en ere. No, nada tiene que ver con los problemas de Andalucía, de los sindicatos y de sus políticos; un ere es una especie de poza que puede quedar en el fondo de un barranquillo, de una vaguada, donde queda depositada el agua remanente de las lluvias si bien en ocasiones es necesario escarbar un poco la tierra para hallarla. Interesante, verdad. A los guanches estos lugares les venían bien para abrevar sus cabras, por lo cual no es de extrañar que tras un rato de caminata lleguemos a los Paraderos: en la actualidad más actual estos paraderos son unas construcciones, pequeñas, que los aborígenes elevaban en los caminos de costa a cumbre en sus viajes de trashumancia, para guardar el ganado. Asimismo servían de atalayas o puestos de vigilancia entre los diferentes menceyatos o para periscopear la posible aparición de un barco cerca de nuestras costas, cosa que, normalmente, era de mal augurio. Continuamos subiendo, si bien el camino es cómodo y el desnivel pasable. Las flores blancas del jaguarzo, una especie de jara según nos explica el botánico de turno, nos acompañarán un buen rato. A la izquierda aparece el barranco del Cuervo, con sus bonitas paredes de no menos bonitos basaltos.

En un viejo cartel del cual solo quedan restos se puede aún leer “Basaltos antigu…”. Suponemos que los modernos aún permanecen en la Universidad. La paz, la quietud y el silencio sufren un fuerte choque acústico cuando, bajando por el empinado sendero en que ahora se ha convertido la suave subida, descienden diez, doce, catorce ciclistas trepados en sus máquinas y que, gritando desaforadamente, bajan a bastante velocidad sin tener en cuenta una buena colección de artículos del libro de Buena educación y trato con el resto del mundo. Afortunadamente el susto se pasa, retorna la tranquilidad y ya está cerca el final, si bien antes, escalando un grupo de grandes peñascos, desde un mirador natural, se puede contemplar un buen trozo de sur. Montaña Colorada. Teresme, los llanos de Trebejos, el roque del Conde y el afilado y fotogénico Imoque. Como fin de fiesta no está mal.
*Médico y montañero